Entre el 13 y el 19 de septiembre de 1895, en las mismas sabanas de Jimaguayú, que vieron caer al mayor Ignacio Agramonte durante la Guerra Grande, se reunieron en asamblea los 20 delegados de los cuerpos del Ejército Libertador llamados a elaborar la Constitución de la República en Armas. Apenas siete meses habían transcurrido desde el estallido insurreccional y el proceso independentista requería institucionalizarse.
Médicos, estomatólogos, estudiantes de Medicina, ingenieros civiles, literatos y militares, integraban el selecto cónclave. La mayoría, «pinos nuevos», de la estirpe de Enrique Loynaz del Castillo y Rafael Portuondo Tamayo, entre otros, se daba cita en Camagüey, mientras que el veterano Salvador Cisneros Betancourt retomaba los pasos iniciados en el ya lejano Guáimaro, donde firmó la primera Constitución mambisa.
¿Qué formas debía adoptar la república? Existían criterios contrapuestos entre el propio liderazgo independentista. Una vez más los resquemores por posibles prescripciones de formas de gobierno dictatoriales o de sesgo civilista volvían a imponerse. El delegado José Martí, en cambio, había delineado su pensamiento con claridad meridiana cuando sentenció en la histórica Mejorana: «El Ejército libre, y el país, como país y con toda su dignidad representado».
Pero muerto el Maestro en los albores del movimiento, el desafío se tornaba mayúsculo. En carta a Tomás Estrada Palma, el 16 de marzo de 1895, Martí le había solicitado que, «con el peso de sus declaraciones y de su respeto», contribuyera desde Estados Unidos, y del modo más eficaz que pudiera, a «impedir que en Cuba se prohíba, como se quiere ya prohibir, toda organización de la guerra que ya lleve en sí una república, que no sea la sumisión absoluta a la regla militar».
Convergían también en la reunión de Camagüey las experiencias directas y el conocimiento de los problemas acarreados por las fórmulas constitucionales aprobadas en Guáimaro. Como afirmara el general Enrique Collazo: «Se quiso hacer ciudadanos cuando lo que hacía falta eran soldados», y esta sentencia obligaba a repensar la racionalidad del cuerpo doctrinal que debía sancionarse, por más que los presentes pudieran coincidir en la importancia del respeto y las garantías al derecho irrestricto de las libertades del individuo, en tanto basamento de la justicia.
No obstante, la proposición de Cisneros Betancourt mantuvo el apego invariable a las fórmulas del civilismo, al defender con vehemencia el predominio integral del poder civil sobre el militar.
Identificado con las concepciones del general Antonio Maceo estaba Portuondo Tamayo. Consciente de las trabas que para el desarrollo del conflicto militar implicó la concepción de la Cámara de Representantes durante la Guerra de los Diez Años, defendió la idea de que el poder ejecutivo radicara en un directorio integrado por pocos miembros y con atribuciones legislativas. Mientras tanto, a la directiva del ejército se le confiaría la mayor suma de facultades.
Esta proposición contó con el respaldo de Loynaz del Castillo, Fermín Valdés Domínguez y Santiago García Cañizares, quienes se proyectaron por revestir al General en Jefe de amplias prerrogativas en su mando, sin sombras de intervención legislativa.
Finalmente, fue aprobada la división de las funciones militares y civiles, recayendo esta última en un Consejo de Gobierno. El Marqués de Santa Lucía propuso incorporar una cláusula que disponía la intervención del Consejo en los asuntos de la guerra siempre y cuando respondiera a «altos fines políticos». La «mala coletilla», como la llamaría posteriormente el general Máximo Gómez por sus efectos adversos en la marcha de la guerra, quedó incorporada en el artículo cuarto de la Carta Magna.
Los 24 artículos que integraban el texto constitucional recogieron los principios políticos y la ideología de la revolución naciente.
Con el recuerdo fijo en la anterior Cámara de Representantes, en sus conflictos, inconsecuencias y fracturas, que llevaron a su desintegración para la firma de condiciones de paz sin independencia, se aprobó, en virtud del artículo 11, lo siguiente: «El tratado de paz con España que ha de tener precisamente por base la independencia absoluta de la isla de Cuba, deberá ser ratificado por el Consejo de Gobierno y la Asamblea de representantes para este fin».
El primer Consejo de Gobierno quedó integrado por Cisneros Betancourt como presidente y Bartolomé Masó en calidad de vicepresidente, ambos «hombres del 68». El general Carlos Roloff ocupó la secretaría de Guerra; Portuondo Tamayo, la de Estado; García Cañizares, la del Interior, y Severo Pina Marín, la de Hacienda. Las cuatro secretarías dispusieron de un subsecretario y el abogado habanero José Clemente Vivanco fue nombrado secretario del Consejo.
Máximo Gómez fue ratificado como General en Jefe del Ejército Libertador, cargo para el que había sido electo previamente por el ramo de la guerra del Partido Revolucionario Cubano (PRC), mientras que el de Lugarteniente General recayó en la figura del general Antonio Maceo. Completaba la nómina del gobierno Estrada Palma, recién electo delegado del PRC tras la muerte de Martí, y asignado para el cargo de Delegado Plenipotenciario del Consejo de Gobierno.
Las estructuras de poder creadas fueron expresión del interés y la necesidad de concertar formas organizativas diferentes a las de la contienda anterior.
A pesar de la existencia de normativas constitucionales, que contravenían la concepción organizativa martiana, sobre todo en la parte relacionada con la separación de funciones entre los poderes civil y militar, y el desconocimiento tácito de las estructuras del PRC, de la asamblea de Jimaguayú, escenario de confluencias doctrinales diversas, el movimiento independentista cubano del último lustro del siglo XIX salió fortalecido en su estructuración interna y organización internacional; se lograba, así, en el primer año de la guerra, la unidad institucional posible de la Cuba en armas.
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