Las más simples y llanas aspiraciones personales pueden ser para muchas mujeres del mundo tan solo un sueño: ser tratadas con respeto; trabajar por el pan y la vida; iluminar su entendimiento con las bellezas del saber, aquellas de las que hablaba Sor Juana, la que no estimó más tesoros ni riquezas que las que se colocan en el pensamiento para que «el vaso», en claves martianas, «no sea más que la flor».
De ninguna de esas dichas carece la mujer cubana. Culta, emancipada, laboriosa, enamorada de sus seres queridos y de esa madre mayor que los buenos hijos llaman Patria, sabe al dedillo lo que vale y lo que le han de valer los derechos a la existencia venturosa que hoy la regocijan. Esas probadas alegrías no fueron verdades de siempre. Hombres ¡y mujeres! terrenales, resueltos a eternizarlas, ofrecieron y ofrecen sus fuerzas al mejoramiento humano y a la utilidad de la virtud.
Más de 150 años tienen ya los sucesos que cambiaron el curso de la Historia, pero desde entonces, las hubo que empuñaron armas, curaron a sus hijos heridos, usaron sus ardides para apoyar a los rebeldes, engrosaron las filas de la masa estudiantil, las que se jugaron la vida por construir un mundo sin manquedades ni oprobios.
La luz de 1959 las hizo maestras, doctoras, investigadoras, deportistas,
combatientes, madres e hijas felices. La natural dulzura femenina fue escudo para engranar los resortes del bien en pos de una nación.
De esa estirpe es Asela de los Santos, la extraordinaria mujer –combatiente clandestina; pedagoga incansable que asumió ingentes labores en el campo de la didáctica y la metodología, para conseguir programas docentes a la altura de los tiempos que corrían, la desposada con la Revolución; Heroína del Trabajo de la República de Cuba– que en vano nos dice adiós, porque vive en todo lo bueno que somos. Sin entregas como la suya –y volviendo a las primeras líneas– la plenitud de la mujer cubana no pasaría de ser un sueño.



















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