
Más que baja (miserable) idea, la traición se alza tangible, segundo a segundo, mediante macabras confabulaciones, fuerzas y medios que pretenden impedir la independencia, pactada para el 11 de noviembre de 1975. El doctor Agostinho Neto sabe que la más cercana —y tal vez única solución— está a unos 14 000 kilómetros, en una pequeña pero digna isla llamada Cuba, orgullosa de su raíz, también africana, y de su historia. Por ello no vacila en acudir a Fidel. La ayuda no se hará esperar.
Mucho se ha escrito acerca de aquella épica, solidaria y desinteresada operación que, para mayor acierto, fue denominada Carlota, en justa reverencia a la esclava africana que en 1843 había encabezado una rebelión contra la opresión española en el ingenio Triunvirato, de Matanzas.

Conforme a la mencionada solicitud de ayuda, en alrededor de tres lustros, hasta 1991, más de 300 000 cubanos defendieron, junto a los combatientes de las Fuerzas Armadas Populares para la Liberación de Angola (FAPLA) el derecho de esa nación a ser libre y los destinos del continente, tal y como apreciaría el mundo, tras los acuerdos tripartitos y la aplicación de la Resolución 435/78, de la ONU, que condujeron, además, a la independencia de
Namibia y al fin del régimen de segregación racial, el apartheid, en Sudáfrica.
Pero no llenará este breve espacio de lectura la referencia a caravanas, combates y batallas. Quifangondo, Sumbe, Cangamba, Cuito Cuanavale,
Calueque y otros momentos merecerán, siempre, mucho más de lo hasta ahora escrito, en términos de táctica y estrategia, coraje, entereza y altruismo, con rostros bien concretos, en hombres y mujeres que pueden estar, o ya no, entre nosotros.
Hoy prefiero evocar lo que, en condiciones similares, ningún arte militar del mundo tal vez haya podido mostrar jamás: la huella humana, sensible, palpable e incuestionable que distinguió a cada instante y cada paso de las tropas internacionalistas cubanas y también a la obra de quienes colaboraron en esferas cardinales de la vida social y económica en aquel país.
No es imaginación; es la silueta real del médico militar cubano atendiendo a la nativa que acude, sollozando, en busca de salvación para su bebé; es la garganta negada por completo a que pase el bocado de comida mientras un grupo de niños miran, con un vacío tan grande en los ojos como en el estómago. Y es, desde luego, la presencia irrefutable del Che allí, para seguir mezclando y repartiendo raciones de arroz con pollo… o con lo que sea.
Carlota no fue metralla, dolor o destrucción. Todo lo contrario. Fue el suspiro llegado desde el Caribe. Lo supo, desde sus cinco años, aquel adolescente con quien hablé una soleada mañana del año 1988 en las cercanías de Humbe.
Cuando nuestras tropas lo encontraron, hambriento, abandonado, a la deriva, más de una década atrás, no sabía ni cuál era su nombre. “Pero los cubanos me dieron abrigo en todo este tiempo —me contó— no me han dejado solo, han sido mis padres, mis hermanos, mi familia. Me dieron ropa, comida, cariño y hasta un nombre: Alberto Manuel Gómez. He aprendido a escribir, a leer, a manejar, a cuidar la técnica… y mi sueño es ir a estudiar en mi patria cubana”.
Recuerdo que con melancólico acento, un teniente llamado Martín Muguercia, comentó: “Alberto Manuel es el hijo de todos. No sé qué va a suceder el día en que tengamos que separarnos de él… como tampoco quiero imaginar lo que sentirá si alguna vez le faltamos”.
Y es que, lejos de ser ese vaho de muerte asociado al fenómeno de la guerra, Carlota fue soplo de vida en cada pequeño parque infantil que manos cubanas levantaban para niños de pies descalzos, o los cientos de juguetes rústicos que con recortería fabricaron combatientes nuestros en la penumbra de sus refugios en Cuito Cuanavale, para desbordar, acaso por vez primera, la fantasía de las niñas y niños residentes en Nankova y otras aldeas de la zona.
Ha pasado más de un cuarto de siglo y seguro estoy de que varios soldados de las FAPLA, entonces asentados en Ruacaná, frontera con Nambia, tal vez no recuerden bien el insomnio de cierta noche en permanente vigilia frente a peligros reales, pero jamás olvidarán la claridad y pasión con que el sargento de tercera Alfredo Plascencia les enseñó, allí mismo, a ver y delinear, leer, escribir y comprender el “misterio” de las primeras letras y números.
Nada más alejado de la indeseable guerra que la fantástica e increíble capacidad de nuestros hombres y mujeres para convertirse en diseñadores, escultores, artistas y ejecutores de monumentos a la victoria, a la hermandad cubano-angolana, en apartados y estratégicos puntos de aquella geografía, antes de iniciar un retorno triunfal cuya total transparencia verificarían especialistas de la ONU, hombre a hombre, barco a barco, avión por avión.
Revelador de buena voluntad fue el gesto cubano de anticipar entre enero y marzo de 1989, tres meses antes de lo pactado, la retirada de un contingente de combatientes.
Aún me parece ver al empleado público Joao Isidro Sesse volteando la cabeza para no ver las lágrimas de su esposa (y acaso ocultar también las suyas). Agradecidas, muchas pupilas fueron cauce de inevitable humedad. Quizá hasta la indomable negra Carlota habría llorado de emoción en pleno aeropuerto de Luanda. Pero en aquel instante y durante todo el cronograma de regreso estuvo aquí, en su entrañable ingenio, con una sonrisa a flor de labios, el pecho agitado y los brazos bien abiertos, orgullosa de recibir a su bien mezclada descendencia.



















COMENTAR
Aníbal "Revolución" dijo:
1
9 de noviembre de 2015
03:14:52
Beatriz dijo:
2
9 de noviembre de 2015
08:19:27
MIGUEL ANGEL dijo:
3
9 de noviembre de 2015
12:12:55
Eidenier Estrada dijo:
4
9 de noviembre de 2015
13:01:59
Juan Guillermo Garcés Sigas dijo:
5
9 de noviembre de 2015
13:52:01
JUAN ALBERTO GUERRA FRANCO dijo:
6
9 de noviembre de 2015
14:53:00
modesto dijo:
7
9 de noviembre de 2015
15:04:20
Ivan dijo:
8
12 de noviembre de 2015
09:33:37
Odalis dijo:
9
12 de noviembre de 2015
10:05:49
Responder comentario