
El lugar que por derecho propio ocupa la ciencia en la cultura nacional —y como parte de la forja de nuestra identidad como nación— debiera encontrar en los medios de comunicación social una atención comparable a la que se presta a la necesaria interconexión entre ciencia y economía, o a la significación de la cultura humanística en nuestra identidad nacional.
La globalización de los procesos económicos y sus consecuencias de orden social, ambiental y cultural han colocado en un plano relevante el vínculo entre ciencia y cultura en general, en la medida que corresponde a las ciencias buscar respuestas u ofrecer alternativas a las inquietudes y conflictos que aquejan a la humanidad.
Así la ciencia contemporánea genera y sostiene todas las tecnologías que se emplean en los distintos procesos sociales, económicos y políticos. Lo anterior subyace en la casi totalidad de las realizaciones humanas y es en consecuencia un componente inseparable, aunque no siempre percibido con la suficiente claridad, de la cultura contemporánea.
Lo antes dicho no entra en conflicto con la que se identifica como “alta cultura”, entendida esta como la excelencia en el gusto por la bellas artes y las humanidades; para estas profeso el mayor respeto y mucho me gustaría verlas difundidas en mayor medida en nuestro ámbito. Pero a lo que se alude aquí es a la acepción que identifica a la cultura como al conjunto de saberes, creencias y pautas de conducta de cualquier grupo social, lo cual incluye los medios materiales o tecnologías que usan sus miembros para comunicarse entre sí y para resolver sus necesidades de todo tipo.
A su vez, me refiero a la ciencia en su sentido más abarcador, como la pericia y el cúmulo de conocimientos adquiridos para poder explicar el mundo a partir de causas naturales, así como, con pareja importancia, comprender las causas y dinámicas de los hechos y acontecimientos en la historia y los procesos sociales. Es por medio de la ciencia que se hace posible identificar regularidades en unos y otros y, dentro de ciertos límites, establecer pronósticos.
El avance del proceso civilizatorio ha estado dictado por el nivel del conocimiento científico disponible en cada momento. Las naciones que no han sabido o no han podido tener acceso a él han ido quedando atrás. Por el contrario, allí donde el conocimiento científico se ha desplegado y afianzado, el progreso cobra creciente impulso y sus efectos dejándose sentir, si bien con importantes contradicciones, sobre toda la sociedad.
La correcta apreciación de los problemas de la contemporaneidad y de las maneras adecuadas de enfrentarlos, demanda del ciudadano una cierta dotación de conocimientos científicos mínimos, bien sea en materia de medio ambiente, energía, tecnología informática, enfrentamiento de epidemias o prevención y reacción ante desastres de diversos orígenes.
Pese a la aparente contundencia de estos elementos, los lectores de periódicos pueden constatar que en los medios de prensa de muchos países —y Cuba no es excepción— el suplemento de Ciencia y Tecnología (si existe) aparece siempre separado del de Cultura. Se puede apreciar también que, mientras la sección cultural tiene presencia diaria, el suplemento científico la tiene una vez por semana y está generalmente dedicado a desarrollos tecnológicos.
Dicha realidad, aunque no sea esa la única causa, limita la capacidad de los lectores para apreciar que los científicos que existen en su entorno son parte vital de la sociedad, lo que conlleva a que no acompañe de modo regular sus esfuerzos, ni sienta la merecida satisfacción por sus logros. La comparación es desventajosa frente a la resonancia que alcanzan, por ejemplo, los triunfos deportivos, los premios cinematográficos o los éxitos literarios de nuestros compatriotas.
No pretendo hacer resurgir la controversial tesis de “las dos culturas”, con la que el físico y novelista inglés Charles Percy Snow (1905-1980) agitó los ánimos de uno y otro lado de esta persistente segregación de saberes. Creo válido advertir, no obstante, que de continuar el desarrollo separado por un lado de los aspectos artísticos y humanísticos y por otro los de estricto contenido científico, la sociedad estaría perdiendo la oportunidad de razonar y decidir con plena sabiduría, a partir de una proyección más holística en su acervo cultural.
La cuestión del espacio social para la cultura de la ciencia ha sido abordada por diversos autores. El sociólogo y ensayista Guillermo Castro Herrera (n. 1950) lo ha hecho tomando como objeto de estudio su país natal (Panamá), pero varias de sus reflexiones y conclusiones me parecen de validez general.
En primer término, la presencia del razonamiento científico como elemento central en la cultura humana es en verdad muy reciente: dos, quizá tres siglos a lo sumo, dentro de la historia de nuestro desarrollo como especie que abarca al menos cien mil años.
En segundo lugar, esa presencia del pensamiento científico en la cultura no es el resultado de una continuidad, sino expresión de una ruptura —o mejor aún, de un conflicto constantemente renovado— con respecto a una prolongada etapa en la cual predominaba el pensamiento mágico. Las condiciones que constituyen el sustrato de la cultura de la ciencia surgieron con el capitalismo y, en particular, con el despliegue de la economía de escala planetaria en que vivimos en la actualidad.
Dentro de ese contexto, el acceso a una cultura científica por parte de las sociedades y los distintos sectores a su interior, se asocia de múltiples maneras con sus posibilidades de relación con las formas de organización del trabajo y con la vida cotidiana correspondientes a la era de la ciencia en que nos de-senvolvemos. La posibilidad de contar con un sustrato de conocimiento científico permite al ciudadano actuar de forma consciente ante las realidades sociales y valorar en su justa medida el patrimonio científico de la nación a lo largo de su historia y en la actualidad.
En Cuba tenemos sobradas razones para apreciar y defender que la ciencia ocupa por derecho propio un lugar de significación en la cultura nacional. Las primeras manifestaciones científicas aparecen a fines del siglo XVII, con el trabajo del sevillano Lázaro de Flores sobre astronomía aplicada a la navegación y, poco después, el de Riaño de Gamboa sobre observaciones astronómicas en nuestra área geográfica. A partir de entonces, se sucederían estudiosos y temas concatenados con el progreso general del país.
En 1728 se fundó en La Habana la Universidad de San Gerónimo, y un lustro antes se había introducido la primera imprenta. En 1787 vio la luz el primer libro dedicado a la historia natural cubana, obra del portugués Antonio Parra, ilustrado e impreso en Cuba. Desde mediados de ese mismo siglo, ante la necesidad de desarrollar las fuerzas productivas, se fomentan la química, la botánica, la agronomía y la medicina.
Durante el transcurso de ese proceso surgen, crecen y consolidan diversos elementos formadores de la identidad nacional cubana. Es notable que personalidades consideradas con toda justicia fundadoras de nuestra nacionalidad, como Félix Varela y Tomás Romay, estén también estrechamente vinculados al fomento de la ciencia y de su enseñanza en el país.A ellos les sucederían otros notables estudiosos cubanos acreedores de reconocimiento internacional en sus respectivos campos, entre ellos Felipe Poey y su continuador Carlos de la Torre; Álvaro Reynoso, Francisco José de Albear, Fernando Ortiz, Juan T. Roig, Joaquín Albarrán, Pedro Kourí Esmeja y en especial, en virtud de la trascendencia científica y social de su obra, Carlos J. Finlay.
La historia posterior confirmó la capacidad de los cubanos para hacer ciencia y aplicarla con éxito. El temprano llamado de Fidel en 1960 avizoró un país de hombres de ciencia, de pensamiento y fue pronunciado, precisamente, en el recinto sede de la Academia de Ciencias y ante un auditorio que reunía a naturalistas, humanistas y cultores de las bellas artes.
No puede sorprender que tan relevante acontecimiento haya tenido como escenario el sitio en el que tienen expresión no pocos elementos de relieve cultural para la nación cubana, como la presentación por Finlay de su teoría sobre la transmisión de la fiebre amarilla y las primeras conferencias de Enrique José Varona.
Poco después del memorable discurso mencionado, la grandiosa campaña nacional de alfabetización abrió a todos las puertas para acercarse a cualquiera de los campos del saber y la cultura. En los decenios transcurridos desde entonces el patrimonio científico, artístico y literario de la nación se multiplicó de forma impresionante y su base social se amplió y democratizó como en ninguna etapa anterior.
En las condiciones actuales y las previsibles para el futuro, sostener la identidad y la soberanía de la nación cubana demanda, entre otros esfuerzos, de la capacidad de asimilar, generar y utilizar continuamente conocimientos científicos.
Pienso que no será nunca ocioso, por ende, insistir en la defensa de una cultura cubana de la ciencia, necesariamente universal en su proyección pero también profundamente arraigada en el sentido trascendente de nuestra nacionalidad.
* Presidente de la Academia de Ciencias de Cuba
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Luis E. Rodriguez dijo:
1
12 de diciembre de 2015
00:56:44
jose dijo:
2
12 de diciembre de 2015
04:36:38
Roberto dijo:
3
13 de diciembre de 2015
17:45:50
miguel gumersindo fernandez marcos dijo:
4
13 de diciembre de 2015
22:13:46
René Páez Berenguer dijo:
5
16 de diciembre de 2015
16:12:47
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