Cuando hace unos días la icónica canción Ojalá del trovador Silvio Rodríguez fue mutilada e incrustada dentro de otra, pero de corte menor y sin ningún ápice de poesía (salvo el citado fragmento) asistimos no a un legítimo acto de creación musical o de préstamo artístico, sino a un temible y burdo movimiento en contra de toda norma de la industria y de la ética. Entre fuego cruzado se halla la legendaria canción: de un lado, quienes abrasados y ciegos por la impunidad dicen no haber cometido fraude, y por el otro, los que denunciamos tal vandalismo urbano y oportunista.
Ahora bien, ¿por qué escoger una canción como Ojalá? Ello no es casualidad, ni un paso en falso. Responde, en mi opinión, a querer desatar una controversia con el autor legítimo y de llevarlo a un espacio de confrontación donde estarían ganando protagonismo aquellos, los usurpadores, recalando en el conocido juego del ping pong. Otro elemento es la descontextualización, tanto artística como semántica de la canción, con un claro superobjetivo: molestar. ¿Cuál, sino esa, sería la razón del desdichado acto? Si musicalmente se quería atacar la zona de las supuestas desesperanzas, penurias y avatares que «ha provocado» la Revolución, lo más coherente hubiese sido pegar alguna canción de alguien que le debiese su carrera a tales fines, que llevara más de 50 años dedicándole tiempo y paciencia al tema, anunciando y prometiendo un día que no acaba de llegar mientras las canas lo circundan. Y de haber sido pragmáticos, éticos y dialécticos, el honor tendría que haber sido todo suyo, se lo merecía. Pero ello hubiera significado un guion predecible, sin contradicciones en ninguna dirección y más de lo mismo, alertando sobre fragmentaciones de una comunidad que está dividida entre quienes son fósiles de mano dura y jóvenes deseosos de pasar páginas y tender puentes. Había lógicamente que buscar un discurso musical universal –no local como el merecedor en la cola– y de paso atizar un fuego que destruye, pero genera dinero, el cual es parte de una maquinaria muy bien articulada y pestilente que para nada está inconexa con los más penosos y recientes eventos que se han sucedido en tiempos recientes contra diversos artistas cubanos y contra José Martí. Y ahí, con ánimo irritador y macabro, encajaba perfectamente una obra que por siglos dista mucho del lenguaje morfológico de los usurpadores, inconsistentes en su legitimidad musical a raíz de años sin rumbo e incomprensiones internas como se sabe. Una pena efectivamente.
La reutilización de una obra musical reconocida en todo el planeta para reconformar un espacio creativo y ofrendarlo como propio es un acto de plagio, donde también se utiliza el eufemismo de piratería. Pero dicho acto vandálico de pasadas épocas, y rebautizado hoy día en la industria de la música y el entretenimiento, provenía de actitudes individuales que buscaban dichos personajes para enriquecerse. Los corsarios, en similar sentido profanaban tesoros en ultramar a piratas, flotas mercantiles y en puertos caribeños, pero en nombre de una Corona, amparados por leyes y exonerados de delitos. Ellos solo pueden compararse en la actualidad con el terrorismo de Estado, y con quienes utilizan esos nefastos mecanismos a conveniencia siempre que la política lo dicte. Lo vivido en días recientes no es arte, no es música. Es terrorismo musical.
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Diana dijo:
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6 de febrero de 2020
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