
En un arranque de nostalgia el poeta checo, Rainer Maria Rilke, afirmó que la verdadera patria de un hombre está en su infancia, en esos primeros recuerdos, asociados a olores, sabores y paisajes, donde el dolor no existe. Pero La Habana demuestra lo contrario. Aun cuando la niñez de quienes la recorren no esté atada a sus calles, es imposible que esta ciudad, que arriba hoy a sus 500 años, no la sientan suya.
Es difícil para un habanero no sobrecogerse ante el enclave geográfico perfecto de la capital, que ha crecido por siglos con el mar a sus puertas, en un festín de colores cada amanecer y atardecer, con un clima que propicia flores en todos los tiempos. Su belleza la perciben todos, no solo quienes nacieron y crecieron desandando sus calles, testigos del paso del tiempo; también cada forastero que llega a ella por su historia y su gente.
A lo largo de sus cinco siglos de existencia, La Habana ha sido la musa de poetas, escritores e intelectuales de otras tierras. Fue el caso del viajero norteamericano Samuel Hazard, quien visitó la ciudad en el siglo xix y quedó atrapado por la calle Obispo, por «el cuadro de vida y movimiento» que esta arteria ofrecía entonces y que aún conserva.
«Ésta es una de las calles más animadas de la ciudad, donde se hallan los establecimientos más atrayentes, en toda su extensión, hasta fuera de las murallas de la ciudad, de la que se sale por la Puerta de Monserrate; el otro extremo está en el muelle de Caballería, en la bahía. Jamás se cansa uno de recorrer esta calle», describió en su conocida obra Cuba a pluma y lápiz, publicada en 1871 en Nueva York.
La escritora cubana y parisina, Mercedes Santa Cruz, condesa de Merlin, se reencontró con La Habana en 1840 y, al divisar el litoral desde el barco en el que se aproximaba, aseguró: «hace algunas horas que permanezco inmóvil, respirando a más no poder el aire embalsamado que llega de aquella tierra bendecida de Dios… ¡Salud, hermosa patria mía! En los latidos de mi corazón, en el temblor de mis entrañas, conozco que ni la distancia, ni los años han podido entibiar mi primer amor».
De esta tierra que amó, sin preguntar la causa, «como la madre ama a su hijo, y el hijo ama a su madre»; escribió que «cuando respiro este soplo perfumado que tú envías, y lo siento resbalar dulcemente por mi cabeza, me estremezco hasta la médula de los huesos, y creo sentir la tierna impresión del beso maternal».
LA HABANA BELLA, MARÍTIMA, VITAL
Casi un siglo más tarde, en 1922, llegó a La Habana por primera vez la poetisa chilena Gabriela Mistral, premio Nobel de Literatura, tras los pasos del Apóstol José Martí. «En él (Martí) me había sido anticipada Cuba, como en el viento marino se anticipan los aromas de la tierra todavía lejana», dijo la autora de Sonetos de la muerte.
Al arribar al puerto de La Habana, «yo no sabía hasta qué punto José Martí expresó a su Isla, con su ardor y sus suavidades inefables, y no sabía tampoco hasta qué punto los cubanos todos prolongan en la carne de su corazón estos atributos de la Isla y de su insigne artista: la generosidad, la efusión», recordó en la fecha.
«No hay forma de que yo sienta la nostalgia–comentó– en medio de una luz que baña como para poseer y en medio de unas gentes, cuya simpatía penetra y enciende como la luz misma».
Años más tarde, en octubre de 1938, se refirió a La Habana como «esta ciudad que yo amo por bella, por marítima, por vital».
La escritora francesa Anaïs Nin, entonces adolescente, viajó a La Habana el mismo año que Mistral. No es difícil imaginarla delgada, de cabellos negros y sueltos, contemplando por primera vez las luces de la ciudad desde la proa del barco que la trasladó durante días desde Nueva York. «El hechizo del sur ha caído sobre mí», escribió instantáneamente en su diario.
«Ya siento la suavidad del aire y la tibieza, la sobrecogedora penumbra, y mis pensamientos calmados. ¡He sido llevada a “La tierra de la belleza”! Toda mi tristeza y aprehensión desaparecieron en el momento en que sostuve la vista sobre La Habana, y mientras el barco se acercaba a la bahía, me estremecía más allá de lo que pueda expresar ante la maravilla (…)», añadió.
La Habana de entonces también sedujo a Nin. Las casitas modestas pintadas de colores varios, las mansiones opulentas de balcones, vitrales y patios interiores; la naturaleza cubana: el aire, suave y agradable; los campos, fértiles y pródigos, y las palmas altísimas alzándose hacia un cielo lleno de brillo. «Todo luce transformado por una calidez y suavidad ocultas», escribió.
Un par de años más tarde, en 1930, llegó a La Habana el poeta español Federico García Lorca. Una fotografía de la época lo muestra en el muelle, moreno, la cara llena y salpicada de lunares, cejas espesas y alborotadas. «¡Qué maravilloso! Cuando me encontré frente al Morro, sentí una gran emoción y una alegría tan grande que tiré los guantes y la gabardina al suelo…», recordó luego.
La Habana brotó ante él «entre cañaverales y ruidos de maracas, cometas divinas y marimbos… Y surgen los negros con los ritmos que yo descubro típicos del gran pueblo andaluz, negritos sin drama que ponen los ojos en blanco y dicen “nosotros somos latinos”».
De ella no olvidó la vieja y la moderna Habana, el ritmo de la ciudad acariciador, suave, sensualísimo, «y lleno de un encanto que es absolutamente español, pero de lo más característico y más profundo de nuestra civilización. El mar es prodigioso de colores y luz. Se parece al Mediterráneo, aunque es más violento de matices».
Para Federico García Lorca, La Habana fue como su casa. También lo fue para el poeta español Juan Ramón Jiménez, premio Nobel de Literatura, quien llegó a Cuba en 1936 y no se marchó hasta enero de 1939. Aquí mantuvo una relación entrañable con intelectuales de la altura de José Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García Marruz…, miembros de la generación de Orígenes.
«La Habana está en mi imaginación y anhelo andaluces, desde niño. La extensa realidad ha superado el total de mis sueños y mis pensamientos; aunque, como otras veces al “conocer” una ciudad, la ciudad presente me haya vuelto al revés su imagen de ausencia y se hayan quedado las dos luchando en mi cámara oscura. Mi nueva visión de La Habana, de la Cuba que he tocado, su existencia vista, quedan ya incorporadas a lo mejor del tesoro de mi memoria», dijo el autor de Platero y yo.
La Habana en estos 500 años ha sido de todo el que la ha sentido suya, aun cuando la nostalgia haga creer que la verdadera patria de un hombre está en su infancia. Así lo confirmó el premio Nobel de Literatura, Ernest Hemingway, cuando aseguró que «amo este país y me siento como en casa; y allí donde un hombre se siente como en casa, aparte del lugar donde nació, ese es el sitio al que estaba destinado».
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ANGEL ELOY dijo:
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Zailys dijo:
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pablo hernandez dijo:
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Héctor Julio Chaparro dijo:
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