
PARÍS.–Con la misma sonrisa de siempre, Idalys Ortiz nos dijo que se va feliz por llegar a sus quintos Juegos Olímpicos. «Por supuesto que quería una medalla, no llegó, pero tampoco dejamos de buscarla».
–¿Viniste a París porque no está en tu adn rendirte?
–Sabía que era difícil, pero, como decía, no cejaría en el empeño. Ha sido un largo periodo con problemas en la preparación, por lesiones que crearon deudas de entrenamiento. Sin embargo, me propuse llegar, lo logré, y salí, sin tensión, sin preocupación.
–¿Con qué te quedas de esta gran obra tuya?
–Con cada uno de sus momentos, incluyendo este, porque cada uno, los buenos y los malos, me fueron enseñando a triunfar en el duro camino de la alta competición.
«Mis cuatro medallas olímpicas las guardo en un lugar especial en mi corazón. Son muy pocos los judocas que han conseguido una cifra así. En Cuba somos Driulis González y yo».
–¿Cuánto hay de Idalys en ellas?
–Solo soy la que sube al tatami, y cada vez que me premiaron con las medallas, conmigo las recibían mis padres, mis cuatro hermanos, mi familia toda; mis entrenadores, mis compañeras de equipo. Cuando mi bandera escalaba en la ceremonia, yo veía a Cuba.
«Todos estarán conmigo en los nuevos proyectos que emprenderé, al lado del judo, para lo que se necesite. Tenemos que recuperarnos, nunca antes habíamos venido con tan pocos judocas a unos Juegos».
Hubo un momento en que la voz se le ahogó. Tal vez debí preguntarle qué estaba sintiendo, pero súbitamente atletas de varias naciones que pasaban por la zona mixta, entrenadores, voluntarios… la vieron y la veneraron como a una diosa: comenzaron a aplaudirla.
Ella les regaló su bella sonrisa de siempre; se sentía orgullosa, tanto como yo, que por primera vez la entrevistaba sin una medalla en su pecho. Gracias, Idalys, por la oportunidad de escribir de uno de los seres humanos más nobles y, al propio tiempo, más firmes que he conocido.
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