Dos Ríos, Granma.–Es noviembre y lloverá cuantas veces quiera el cielo, cuantas veces le venga en gana a una atmósfera que no entiende de hombres, ni de líneas de alta tensión entre Cueto y Bayamo, ni de kamaz alguno que se siembre en el fango hasta que tres tractores lo arranquen.
En esta base que es hierro por dondequiera que la miren, no son pocos los que van adonde el viento jorobó seis torres; adonde el agua, a falta de chance, se volvió carroña en la que no se clavan picos, sino neumáticos.
Es noviembre y, aunque desde aquí no lo sepamos con certeza: llueve, otra vez, sobre el mismo terraplén.

Siempre hay quien cuestiona la locura de «meterse allá», pero a las cosas comunes, de vez en cuando, debe hacérseles caso omiso. Por eso alguien se apura en masticar el almuerzo, antes de que los baches sean el propio camino. Por eso alguien, a punta de corredera, logra treparse al camión en marcha y, acto seguido, escucha: «Ay, Negro, casi te dejan, Negro».
Se va alejando el tumulto de piezas gigantes y pesadas; de artefactos con poleas y ganchos; de perros que fueron menos en horario matutino y pospandreales suficientes para que la gente se tire en cualquier parte.
Uno empieza a ver potreros donde el agua sobrepasa los tobillos de un caballo y los patos nadan sin indicios de costumbre. « Esto pa´ lo que sirve es pa´ hacer diques de arroz», dicen.
Escasean las casas a la vera del camino y, en el barranco que nos orilla a cada rato, existe la cicatriz que dejó la subida del río. «Y esto es aquí. Deja que lleguemos más pa´ dentro, pa´ que tú veas».

No son muchos los que van en este Ural. Andan despiertos desde las cinco de la mañana. Entre el overol azul y algún que otro invento, difícil es verles más que las manos y los ojos. Se excusan en que los mosquitos anclados a sus lomos «están criaos con sangre´e vaca»: culpa de la vaquería que servirá como referencia para decir «Estamos después de…», cuando alguien, por teléfono, pregunte.
En lo que atornillan una pieza para que el agua no la lleve consigo, los dos tractores adelantan a ver «cómo está aquello». Se pone en tela de juicio la continuación del viaje y alguien remata: «Oye, vamos pa´ allá. Si nos atascamos, tendrán que ir a sacarnos».
Cuando arranca el Ural, se crean cascadas en las zanjas que sus gomas provocan. Y, cada tanto, pare un ruido inmenso: el que engendra la tracción para que nadie la subestime.
«Agua pal tubo e´ escapeee», gritan por ahí. «En el otro nos vamo´ hasta las rodillas».
***

Los ramales del Cauto que atraviesan Dos Ríos parecen la sangre de un monstruo nefrótico. Todo un pueblo bebe de esa agua que corre por designio del mar en que desemboca: aunque esté «contaminada», aunque, «más arriba», haya «vacas muertas».
Es resignación, «es la que hay». Varios la hierven luego de que se asienta, pero «muchas veces nos la tomamos así mismo». Alguien vino a darnos cuatro pomos sellados y «un consejo: tomen de esta».
A la hora del almuerzo, la gente se sienta en dondequiera para digerir en paz. De fondo, una motosierra, a base de troncos, hace «calzos» para las torres de emergencia.
Mientras, en el patio de la escuela José Martí –también cocina a la intemperie de toda esta «tropa»– aspiran a que «más adelante» no se haga solo almuerzo. «A veces, ellos salen a las siete de la noche y no es lo mismo» ir en la guagua sin compañía del hambre.
Se ve, pintada en pared, una rosa blanca y, encima de la puerta, puede leerse «Biblioteca». Es entonces cuando uno recuerda lo que el administrador dijo: «esa sí está “molía” completa».
***

Llegamos hasta donde se pudo: un «centro de Acopio» circundado por cañas ahogadas en yerba, más que en agua.
Las gotas tornan los overoles de un azul más oscuro y resbalan por los cascos que cubren las cabezas. A estas horas, se descarga una torre de emergencia.
Tiempo después, el director de Transmisión de la Empresa de Construcciones de la Industria Eléctrica, Dicsan Lescay, dirá a Granma –llamada por medio– que pensaban montar ocho, pero «los técnicos determinaron que con seis sería suficiente». Estarán levantadas cuatro de emergencia para el 20 de noviembre: alguien lo confirmará ese día.
Hasta entonces, allá, donde los ojos aún no son inservibles, se encuentra una «permanente», como quien descansa en piso frío. De a poco, uno se fija en los espacios en blanco. «Ahí va una», explican.
Queda más lejos el lugar donde esas de 12 toneladas mutaron a garabatos de niño que coge por primera vez un lápiz. Cuando el viento anduvo a más de 300 kilómetros por hora, poco le importaron tiestos de 40 metros de altura que son «la vía principal para llevar energía» a Granma.

«Ya nos vamos». Agarrados a la cabina del Ural coexisten mosquitos con la intención de migrar. La sangre les engorda tanto que no es raro verlos sucumbir ante un solo dedo. «Mira, hazle una foto a este», solicitan y, a los segundos: «Pero apúrate que ya tengo al otro picándome».
De vez en cuando, al camión lo zarandea el fango podrido y el chofer se pregunta por dónde coger. El camino se volvió más de uno. Va a ser verdad eso de que se hace «al andar».
Ojalá cambien de idea los aguaceros que pretenden caer en este terraplén, mientras: «las condiciones están duras, pero pa´lante».
***

Pasa el mediodía. Menguan las sombras a las que hubo que sentárseles debajo para reposar el almuerzo.
La grúa acaba de montar en la carreta el cuerpo por partes de una torre de emergencia: cuatro toneladas.
Nadie sabe hasta dónde podremos llegar. Nadie sabe cuánto tiempo tome echar a andar lo provisional, ni lo permanente que se armará después. Nadie sabe…
Pero, en lo que se piensa: «Trepeeen, que nos fuimos».

















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