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8 de Junio del 2003

Una jornada negra para la justicia norteamericana

Culpables por combatir el terrorismo

Miami, el cubil del terrorista Orlando Bosch, refugio de asesinos, ladrones, traficantes de personas y base de la contrarrevolución, era el sitio macabro para la ejecución judicial, en una de las tantas violaciones a la Constitución de los Estados Unidos, que ampara el derecho a una sede imparcial para la celebración de un juicio

ORLANDO ORAMAS LEÓN

El 8 de junio del 2001 podrá ser recordado como una jornada negra de la justicia norteamericana. El veredicto de culpables dictado contra cinco cubanos cuyo único propósito era combatir y prevenir el terrorismo llenaba de júbilo hilarante y revanchista a victimarios y mafiosos, a contrapelo de las tradiciones y sentimientos del pueblo norteamericano.

No se sabían aún las condenas contra Tony, Fernando, Gerardo, Ramón y René, pero la atmósfera mediática de terror, la complicidad fiscal con los verdaderos criminales y el odio insaciable contra la Revolución Cubana hacían prever lo que vendría después.

La farsa apenas podía esconder el entarimado inquisitorio en el que se pretendía condenar a todo un pueblo que ha sabido resistir de pie, a lo largo de su historia, las pretensiones imperiales de doblegarlo.

Miami, el cubil del terrorista Orlando Bosch, refugio de asesinos, ladrones, traficantes de personas y base de la contrarrevolución, era el sitio macabro para la ejecución judicial, en una de las tantas violaciones a la Constitución de los Estados Unidos, que ampara en una de sus enmiendas el derecho a una sede imparcial para la celebración de un juicio.

Desde la prensa se martillaba a la opinión pública con bombas de mentira para prejuiciar y metrallas de silencio para engañar. Un jurado amañado, desinformado y bajo colosal presión decidía en jugada cantada y de puro trámite por la atmósfera enrarecida miamense.

Terroristas y narcotraficantes disfrazados de ovejas fueron los testigos de cargo de la fiscalía, pero fueron puntualmente desenmascarados por la defensa. La justicia estadounidense debería avergonzarse algún día de ello. "La fiscalía no busca justicia, sino ganar el caso, sea como sea, pase lo que pase", escribió Ramón Labañino —uno de los cinco, que precisamente este lunes celebra su cumpleaños 40, el quinto tras las rejas de la injusticia— al respecto.

Gerardo Hernández, otro de los luchadores antiterroristas, en carta a su familia, dejaba para la historia el testimonio de las sucias maniobras cuando refrendaba que primero quisieron comprarlos, luego intimidarlos y finalmente doblegarlos. Los meses confinados en el hueco, la incomunicación con familiares y abogados, las vejaciones, en fin, todo el instrumental de a quienes solo les asiste, huérfanos de ideales y razón, la fuerza bruta de la barbarie.

El largo glosario de ataques contra Cuba por organizaciones que han contado, por lo menos, con la complicidad de las autoridades de aquel país, era desestimado por la jueza Lenard. Pero no tuvo reparos en otorgar al libelo de la mafia, El Nuevo Herald, acceso a la documentación del proceso. Al mejor estilo del Tercer Reich se repetía la mentira y distorsionaba la verdad.

Espías, era la palabra. Se ocultaba así el sacrificio de quienes tenían como misión de la Patria salvaguardarla de los planes y agresiones criminales que escogían blancos civiles para matar a mansalva. Quedó bien claro por los abogados de la defensa, y en los propios alegatos pronunciados más tarde —en diciembre—, durante las respectivas vistas de sentencia de quienes era injustamente declarados culpables que la seguridad nacional de Estados Unidos nunca estuvo en peligro, sino más bien protegida por el desempeño de nuestros Cinco Compatriotas.

"Que sepan los señores fiscales que la única sangre que podría haber en estas manos es la de mis hermanos caídos o asesinados cobardemente en las incontables agresiones y actos terroristas perpetrados contra mi país por personas que hoy caminan tranquilamente por las calles de esta ciudad, declaró con gallardía Gerardo.

Fernando González denunciaba a su vez la complicidad de la mayor potencia del mundo: "La mayor parte de los cubanoamericanos que hoy, 40 años más tarde, se mantienen activos en su accionar terrorista contra Cuba, son bien conocidos por los organismos de seguridad de los Estados Unidos porque ellos pertenecieron y de ellos aprendieron el manejo de los medios técnicos y los métodos de trabajo".

"Una de las formas posibles de impedir los actos brutales y sangrientos, de evitar que el sufrimiento creciera con más muertes, era actuar en silencio.

No quedó otra alternativa que contar con hombres que —por amor a una causa justa— estuvieran dispuestos a cumplir, voluntariamente, ese honroso deber contra el terrorismo. Alertar del peligro de agresión". Así lo explicaba Antonio Guerrero a los oídos sordos del jurado.

"...hemos dedicado nuestras vidas a luchar contra el terrorismo, a evitar que actos tan atroces como estos ocurran; hemos tratado de salvar la vida de seres humanos inocentes no sólo de Cuba sino del propio Estados Unidos; hoy estamos aquí en esta Sala para que se nos condene precisamente por evitar actos como estos. ¡Esta condena no puede ser más irónica e injusta!, denunciaba Ramón.

El 8 de junio del 2001, rayando las cuatro de la tarde, y tal como preconizara el jefe del FBI, muy ligado a la mafia, se dictada el veredicto de culpabilidad que daba continuidad al amañado proceso. Se corroboraba la certeza de Ramón.

La ironía volvería a ser ratificada pocos días después. John Ashcroft, el secretario de Justicia estadounidense, visitaba Miami y se congratulaba de los resultados del proceso en fraternal almuerzo con siete connotados terroristas de la mafia anticubana. Esa noche, cual colofón, cenaba con el capo mayor, Más Santos, el heredero de la FNCA y financiero de la ola de atentados terroristas preparada por Luis Posada Carriles contra instalaciones turísticas cubanas.

Las manos que ese día el señor Ashcroft estrechó sí estaban manchadas de sangre. No podía ser más injusto e irónico, como adelantaba Ramón, el juicio que culpó, a sabiendas, a quienes entregaron lo mejor de sí para impedir el terrorismo. El recuerdo imborrable de las humeantes torres gemelas de Nueva York refuerzan la ironía y reafirman el trasfondo político de la farsa.

 

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