El
12 de septiembre de 1998, cinco cubanos —Gerardo Hernández, Antonio
Guerrero, Ramón Labañino, Fernando González y René González— fueron
arrestados en Miami (Florida), y se les acusó de haber cometido 26
delitos ante los ojos de las leyes federales norteamericanas.
Los Cinco, como les llamaremos en adelante, llegaron
a los Estados Unidos desde La Habana con la misión de infiltrar las
organizaciones mercenarias armadas surgidas de la comunidad cubana
en el exilio, toleradas, e inclusive, protegidas en la Florida por
los sucesivos gobiernos norteamericanos, y descubrir, así, sus
potenciales actividades terroristas contra Cuba.
La Isla ha sufrido pérdidas humanas significativas y
grandes daños a causa de tales agresiones. Sus reclamos ante el
gobierno de los Estados Unidos y las Naciones Unidas han sido vanos.
A inicios de la década de los noventa, y cuando Cuba se esforzaba
por desarrollar el turismo, los anti-castristas de Miami
desencadenaron una violenta campaña dirigida a disuadir a los
extranjeros de venir a la Isla. En 1997, fueron descubiertas bombas,
otras estallaron, en varios hoteles de La Habana. Varias
instalaciones turísticas fueron blanco de ametralladoras desde
embarcaciones procedentes de Miami.
Durante el arresto, los Cinco no opusieron ninguna
resistencia. Su misión no consistía en obtener secretos militares
norteamericanos, sino en vigilar a los terroristas e informar a Cuba
sobre sus planes de agresión [1]. Fueron enviados inmediatamente a
celdas disciplinarias reservadas al castigo de los prisioneros más
peligrosos, donde permanecieron por 17 meses, hasta que comenzó el
proceso. Al término del mismo, 7 meses más tarde, en diciembre del
2001 (tres meses después del traumatismo del 11 de septiembre),
fueron condenados a penas máximas de prisión: Gerardo Hernández a
doble cadena perpetua, Antonio Guerrero y Ramón Labañino a cadena
perpetua. Los otros dos, Fernando González y René González a 19 y 15
años, respectivamente. Veinticuatro de sus cargos de acusación, de
carácter técnico y relativamente menores, se refieren al uso de
documentación falsa y al incumplimiento de la obligación de
declararse agentes extranjeros. Ninguno de estos cargos comprende el
uso de armas, actos de violencia o la destrucción de bienes.
Nada es más revelador que el contraste entre la
conducta del gobierno estadounidense en este caso y su actitud
frente a Orlando Bosch y Luis Posada Carriles. Ambos son, por demás,
los organizadores de un atentado con bomba en el que un avión de
aerolínea cubana explotó en pleno vuelo, en octubre de 1976,
ocasionando la muerte de 73 personas.
Cuando Bosch solicitó un permiso de estancia en los
Estados Unidos, en 1990, una investigación oficial del Departamento
de Justicia concluyó: Durante años, estuvo implicado en ataques
terroristas en el exterior, se autoproclama partidario de la
ejecución de atentados y sabotajes y ha participado en varios de
ellos. No obstante, el propio presidente George Bush padre le otorgó
el permiso de estancia.
En espera del veredicto por el atentado de 1976
contra la aeronave de Cubana de Aviación, Posada Carriles se
"escapó" de una cárcel venezolana en 1985 con la ayuda de poderosos
"amigos". Admitió, en dos oportunidades, que él era responsable de
los atentados con bomba de 1997 en La Habana (un turista italiano
fue asesinado y una decena de personas resultaron heridas) [2] Un
tribunal panameño lo declaró culpable por "poner en peligro la
seguridad pública", tras ser arrestado, en noviembre del 2000,
mientras preparaba un atentado contra el presidente Fidel Castro,
quien se encontraba rodeado de centenas de personas, principalmente
de estudiantes, en ocasión de una Cumbre regional.
Posada ha disfrutado de manera inexplicable de la
hospitalidad del gobierno de los Estados Unidos, luego de la gracia
ilegal que le concedió la presidenta de Panamá, Mireya Moscoso, dos
días antes de finalizar su mandato. Mientras que su presencia en
territorio norteamericano era un secreto a voces, se le detuvo
solamente después de ofrecer una conferencia de prensa. Con
alojamiento costeado por las autoridades, no en una prisión, sino en
una residencia especial situada en un centro de detención, no se le
ha abierto ningún proceso judicial en la actualidad y se le aplica
simplemente una medida administrativa por no poseer un permiso de
estancia. En consecuencia, puede ser expulsado hacia el país de su
elección. Los Estados Unidos rechazan la idea de extraditarlo a
Venezuela, que lo reclama, y donde debería responder por las
acusaciones de terrorismo.
Los Cinco, para retomar el tema, fueron separados y
colocados en cárceles de alta seguridad, a centenas de kilómetros
unos de otros. A dos de ellos se les negó, después la visita de sus
esposas, en detrimento de las leyes norteamericanas y las normas
internacionales.
El proceso se extendió por más de 7 meses. Más de 70
testigos comparecieron, incluso tres generales y un almirante
retirado, un consejero de la presidencia, todos presentados por la
defensa [3]. Las minutas representan 119 volúmenes de
transcripciones, los testimonios recogidos antes del proceso y el
expediente de instrucción otros 15 volúmenes. Más de 800 documentos
probatorios se produjeron, algunos excedían las 40 cuartillas. Los
12 jueces, conducidos por su presidente, quien manifestó
abiertamente su hostilidad contra Fidel Castro, declararon, a los
Cinco, culpables de los 26 cargos de acusación, sin hacer una sola
pregunta o pedir una nueva lectura de los testimonios, hecho
inusitado en el caso de un juicio tan largo y complejo como éste.
Los dos cargos principales se basan en un método de
acusación que se emplea con frecuencia en casos de naturaleza
política: la "conspiración" (acuerdo ilegal establecido entre dos o
más personas para cometer un delito). No hace falta que se consuma
el delito. Lo único que debe hacer la acusación es demostrar, sobre
la base de una prueba circunstancial, que un acuerdo "debe haber
existido". Rara vez aparecen pruebas reales y directas de un acuerdo
ilegal, excepto cuando uno de los participantes las presenta por sí
mismo o decide confesar. En un caso de este tipo, el jurado parte
del principio que hubo un acuerdo, sin evidencias del delito,
teniendo en cuenta consideraciones políticas, la pertenencia a una
minoría o la nacionalidad del acusado.
La primera acusación de conspiración señalaba que
tres de los Cinco se habían puesto de acuerdo "para cometer
espionaje". Desde el principio, el gobierno indicó que no estaba
obligado a probar el delito de espionaje, pero que existía
simplemente un complot de espionaje. Una vez librados de la
obligación de probar el delito, los fiscales se afanaron en
convencer al jurado que esos cinco cubanos debieron haberse puesto
de acuerdo para alcanzar su objetivo.
En su exposición inicial, la Fiscal admitió que los
Cinco no poseían la más mínima página de informaciones, clasificadas
top secret por el gobierno, mientras que, en cambio, este
había logrado obtener más de 20 000 páginas de correspondencia entre
ellos y Cuba —la revisión de dicha correspondencia se le confió a
uno de los más altos oficiales a cargo de los asuntos de la
inteligencia en el Pentágono [4]. Cuando se le interrogó al
respecto, reconoció que no recordaba haber hallado la más mínima
información que hiciera alusión a la defensa nacional de Estados
Unidos. Según la ley, debe probarse esta presencia para que pueda
existir el delito de espionaje.
Aún más, el único elemento sobre el cual se basa la
acusación, fue el hecho que uno de los Cinco, Antonio Guerrero,
trabajaba en un taller de fundición de la base naval de
entrenamiento de Boca Chica, al Sur de la Florida. Abierta por
completo al público, esta base contaba, incluso, con un área donde
los visitantes podían fotografiar los aviones en la pista. Mientras
trabajó allí, Guerrero no solicitó en ningún momento un pase de
seguridad. No estaba autorizado a entrar en las zonas de acceso
limitado y no intentó hacerlo jamás. En los dos años que
antecedieron a su arresto y, durante los cuales el FBI lo vigilaba,
ningún agente detectó el menor signo de comportamiento incorrecto
por su parte.
Guerrero tenía como única misión la de detectar e
informar a La Habana a partir de " lo que podía apreciar él"
observando "actividades públicas". Entiéndase por esto, además,
informaciones al alcance de cualquiera sobre las salidas y arribos
de los aviones. Asimismo, se ocupaba de recortar los artículos de la
prensa local que ofrecían datos sobre las unidades militares
situadas en la región.
Ex-altos oficiales del ejército y de los servicios
de seguridad norteamericanos declararon que Cuba no constituía una
amenaza militar para Estados Unidos, que no había ninguna
información militar que obtener en Boca Chica y que, " el interés de
Cuba por el tipo de informaciones expuestas en el juicio era conocer
si, en realidad, nosotros intentábamos preparar una acción armada
contre ellos".[5]
Una información que es de dominio público no puede
ser parte de una acusación de espionaje. Sin embargo, luego de
escuchar tres veces el argumento en sumo fantasioso de la acusación,
según la cual los Cinco tenían "por objetivo destruir a los Estados
Unidos", el jurado, guiado más por la pasión que por la ley y las
pruebas, los declaró culpables.
La segunda acusación de conspiración vino a añadirse
siete meses después de la primera. Esta vez contra uno de los Cinco,
Gerardo Hernández, por haber conspirado con otros funcionarios
cubanos, que no estaban acusados, a fin de derribar dos avionetas
pilotadas por exiliados cubanos de la organización Hermanos al
Rescate, en el momento en que penetraban en el espacio aéreo cubano
provenientes de Miami, a pesar de las advertencias de las
autoridades. Los Migs cubanos las interceptaron y provocaron la
muerte de las cuatro personas a bordo.
La acusación reconoció que no existía ni sombra de
una prueba referente a un supuesto acuerdo entre Hernández y los
oficiales cubanos sobre si derribarían o no las avionetas, y la
manera en que lo harían. En consecuencia, la obligación legal de
probar "más allá de cualquier duda razonable" que un tal acuerdo
haya tenido lugar, no se cumplió. El gobierno admitió ante la Corte
que se encontraba frente a un "obstáculo infranqueable". Propuso,
inclusive, modificar su propia acusación, lo cual no aceptó el
tribunal de apelación. A pesar de todo, el jurado declaró culpable a
Hernández de ese delito inventado.
Los Cinco cubanos apelaron inmediatamente las
sentencias ante el 11 Circuito de Atlanta, en Georgia. Posterior a
una minuciosa revisión de los documentos, una troica de jueces hizo
público, el 9 de agosto del 2005, un análisis detallado de 93
páginas acerca del proceso y las pruebas, y anuló el veredicto
destacando que los Cinco no habían recibido el beneficio de un
juicio justo en Miami. Con sus 650 000 exiliados que dieron a Bush
los votos faltantes para su victoria en las elecciones
presidenciales del 2000, esta ciudad ha sido considerada por un
tribunal de apelación federal, de tal modo hostil e irracional con
relación al gobierno cubano y tan favorable a la violencia ejercida
contra aquel, que no podría servir como sede de un proceso justo a
los cinco inculpados. Además, la conducta de los fiscales,
presentando argumentos exagerados y sin fundamentos a los miembros
del jurado, fortalecieron los prejuicios, al igual que lo hicieron
las informaciones suministradas por la prensa tanto antes como
durante el proceso.
Se ordenó un nuevo juicio. Más allá del
reconocimiento de que los derechos elementales de los acusados
fueron violados, la Corte, por primera vez en la historia de la
jurisprudencia norteamericana, admitió las pruebas presentadas por
la defensa respecto a las acciones terroristas realizadas contra
Cuba desde la Florida, citando incluso en nota, el papel de Posada
Carriles, y refiriéndose a este como un terrorista.
Tal decisión de la troica dejó estupefacta a la
administración Bush. Sin embargo, estaba precedida por la del grupo
de trabajo de Naciones Unidas sobre las detenciones arbitrarias [6],
que concluyó considerando la de los Cinco como una de ellas, y
apelando al gobierno de los Estados Unidos a tomar las medidas para
poner fin a esta situación.
Exconsejero de George Bush, el ministro de Justicia
de los Estados Unidos, Alberto González, tomó la decisión inusitada
de presentar una apelación ante los 12 jueces del 11 Circuito,
pidiéndoles insistentemente revisar la decisión de la troica, un
procedimiento rara vez premiado con el éxito, sobre todo cuando los
tres jueces estuvieron de acuerdo y expresaron una opinión tan
erudita y amplia. Para mayor sorpresa de muchos abogados que siguen
el caso, los jueces del 11 Circuito se pusieron de acuerdo para
revisar dicha decisión