31 de mayo de 2004
Emociones encontradas
El
abogado y periodista de origen puertorriqueño nos relata sus
emociones de antes, durante y después de conocer a René
González en la prisión de Carolina del Sur donde cumple injusta
condena
Rafael Rodríguez Cruz*
El viernes 7 de mayo de 2004, me
llegó la noticia de que podría ir a visitar a René González
Sehwerert, encarcelado en la prisión federal de Edgefield, Carolina
del Sur. Comencé entonces los preparativos de un viaje que
conllevaba dos aviones y una travesía en automóvil, desde el
liberal Connecticut hasta las riberas del Río Savannah, bastión
del antiguo Sur esclavista.
Era un viaje cargado de emociones
encontradas para mí. Por una parte visitaría a un gran héroe
de la Revolución cubana, un ser humano gigantesco que solo conocía
en parte a través de intercambios de correo, mis viajes a Cuba, y
la amistad con su familia. Por otra parte, Carolina del Sur había
sido parte importante de mi niñez, y dejó algunas huellas que
merecía olvidar, razón por la cual no la visitaba desde 1958,
cuando mis padres abandonaron el lugar. Al
final, prevaleció el sentido del deber, el cumplir una
promesa hecha en Cuba de visitar a René.
De Hartford, Connecticut, viajé en
la mañana del 19 de mayo a Atlanta, Georgia, y de ahí en otro
avión a la famosa ciudad de Augusta, unas cuarenta millas al sur de
Edgefield, Carolina del Sur. Mucho y poco ha cambiado esta
región desde que yo tenía cinco años. Carolina del Sur es un
estado naturalmente bello, de bosques hermosos, y de granjas donde
se cultivan flores, fresas y, por supuesto, los famosos
melocotones.
Toda esta naturaleza hermosa,
salpicada de mansiones blancas con lujosos balcones, evocan de
inmediato la imagen romántica de Scarlet O‘Hara, en Gone with
the wind (Lo que el viento se llevó). Tras ella, sin embargo,
se esconde algo tenebroso. Carolina del Sur ya no es, al menos en
apariencia, el lugar abiertamente segregado que guardaba en mis
recuerdos de la infancia.
Creo, sin temor a equivocarme, que la
decisión de enviar a René a la prisión de Edgefield, Carolina del
Sur, fue tomada, como todo en este caso, de forma maliciosa tanto en
lo cultural como en lo político. Edgefield está al extremo de
todo, incluyendo los centros urbanos de Estados Unidos. Aquí hay
poca diversidad racial, salvo la impuesta por el orden de
dominación en que los negros trabajan y los blancos mandan.
El ambiente cultural es de guerra y
campañas anticomunistas y antitodo, pues Carolina del Sur y
Edgefield, en particular, viven de los contratos militares. Es poca,
si alguna, la simpatía que un héroe cubano, acusado de conspirar
para cometer espionaje, podría generar entre esta gente,
acostumbrada como está a que la guerra les llena la barriga.
El diseño y la ubicación de la
cárcel son también intencionales. Invisible desde la ciudad, el
que se acerca a la prisión no puede dejar de sentir un temor
infrenable ante las apariencias. Entre el monte siempre acabado de
recortar surge una estructura de cemento monstruosa, de color gris
claro, sin apenas una ventana, rodeada de alambres de púas, y en
que se puede ver todo menos los que están presos o los que vigilan.
Es algo extraño saber que lo
observan a uno desde torres de control con cristales verdes y
oscuros, que posiblemente te apuntan con un arma sin que veas
quién. Es el dominio de la apariencia sobre la razón, intimidad
hecha diseño arquitectónico, mensaje de que la maldad se oculta
por todas partes.
Una vez en la cárcel, sentí un
cierto alivio, pues me acompañó todo el tiempo un guardián
asignado a las visitas de René. Ya no se trataba del juego de las
apariencias y las intimidaciones. Ahora el control era visible, más
personal, los registros, la mirada intensa, los pases y las puertas
de metal. Tengo que admitir que el guardián hizo la cosa algo más
fácil pues se portó, además de amable, amistoso. Eso me hizo
dudar por un instante, obligándome a no olvidar quién es René y
cuál era el propósito de mi visita. Al verlo interactuando con
René, sin embargo, me llevé la suave impresión de que algo de la
grandeza del héroe cubano lo había tocado, que no todo era
cuestión de vigilarnos.
Como abogado y como amigo del pueblo
de Cuba, yo no quería entonces decir ni hacer nada que pudiera
traer consecuencias negativas para René ni para mí. De modo que
entré a la cárcel con una pluma, una libreta y mi licencia de
abogado. No llevé nada más, ni fotos, ni cartas, ni revistas. El
guardián estaba consciente también de lo que allí ocurría, pues
al igual que yo seguía todas las reglas al pie de la letra, con
todos los formalismos posibles de la profesión y dejando super
claro que se hacía todo por el reglamento.
La voz de René se encargó de
disipar la tensión cuando, sin reparos, dijo que él y sus cuatro
compañeros eran los alegados espías menos secretos en toda la
historia del mundo. No negaban nada de lo que efectivamente
hicieron. De hecho, los que no querían hablar de la verdad eran los
fiscales, que sometían mociones para excluir la verdad y creaban
mentiras sobre hechos que no ocurrieron. Si el FBI grababa o no era
inmaterial, pues los Cinco no tenían nada que ocultar. "Ojalá
que graben y publiquen, si es que se atreven", me
dijo. Pensé entonces en eso de que no hay peor esclavitud que
la que se impone uno mismo con el pensamiento y los actos. Sentí
que el preso no era René, sino otros, los que tienen cosas que
ocultar.
La persona que haya leído este
artículo esperando frases pomposas y grandilocuentes sentirá de
seguro una gran decepción. No hay mejor referencia a la Revolución
cubana, a sus grandezas y virtudes, que la vida de uno de sus
héroes, de René. Tengo conmigo una libreta llena de apuntes de la
visita que cualquiera, incluso el FBI, podría leer. Son apuntes
legales, comentarios sobre su familia, notas sobre el amor por su
esposa y sus hijas, sobre el significado de Mella, Maceo y Martí,
miles de saludos para Cuba y las manos de solidaridad, libros que
quiere leer, proyectos humanos en vías de completar, incluso desde
la prisión.
Hay personas que responden a los
azares de la vida con violencia y maldad. Hay otras que se entregan
a la pasividad. Las grandes, los héroes inmortales, afirman siempre
su humanidad. René es uno de ellos.
*El autor es abogado en Connecticut.
Tomado de www.antiterroristas.cu |
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