Ha muerto Teresita Fernández cuando más la necesitábamos, cuando
a los que tuvimos la fortuna de crecer con sus canciones nos embarga
la enorme preocupación de que las nuevas generaciones —sobre todos
los adolescentes— no tienen una auténtica Teresita que los ayude a
levantar los cimientos de su educación espiritual. Un vacío que se
notará realmente cuando los más jóvenes de hoy crezcan y miren hacia
atrás (si lo hacen), y descubran que no tienen mucho que les
recuerde que un día también fueron niños.
A pesar de que los medios no aportan demasiado a que se conozca
su obra, compuesta por más de 500 canciones para niños y adultos y
28 rondas musicalizadas de Gabriela Mistral, hay cantautores que,
por suerte, mantienen vivo su legado como Kiki Corona y
especialmente Liuba María Hevia, una destacada discípula de Teresita
que en cada concierto le habla a los niños de esa extraordinaria
mujer de pelo como la espuma y mirada sabia que convirtió la
humildad en orgullo y vivió con el regocijo de haber sostenido su
creación sobre las buenas acciones; de haber sido fiel a su
filosofía de vida; de haber creado una obra que se hizo grande
gracias a la sinceridad y la coherencia con que fue esculpida, una
obra que hoy iluminará el andar de los gatos en los tejados, de los
perros callejeros, de las luciérnagas en las noches de luna, de los
seres que se pierden por ahí en silencio buscando la belleza de las
pequeñas cosas.
Hay pocos recuerdos que atesoro en mis lances por estos mundos
del polémico y difícil oficio periodístico como la ocasión en que
conocí personalmente a Teresita. Era una tarde de junio del 2010
cuando una tropa de la Asociación Hermanos Saíz llegaba a su pequeño
y humilde apartamento en el piso 12 del edificio de Infanta y
Manglar, para entregarle el premio Maestro de Juventudes.
Ahí estaba ella dando vueltas, inquieta por la sala, adornada
solamente con los diplomas regalados por los niños de los barrios
del Cerro y de la ciudad de Santa Clara, los retratos de la poeta
Ada Elba Pérez, las imágenes de Cristo, del Che, la Madre Teresa y
un pequeño busto de Martí niño. Rodeada de sus queridos vecinos, y
de tres o cuatro maravillas de gatos que iban de un lado a otro como
si no quisieran perderle ni pies ni pisada a su amorosa dueña.
Teresita recibió a los que irrumpimos la soledad de su habitación
con su inseparable tabaco, con su sonrisa de mujer buena, con su
mirada de quien lo ha visto todo y tiene un alma tan grande que
puede perdonar los agravios de cualquier ser humano, con la
experiencia de quien viene de regreso de muchas vidas y aún tiene
deseos de dar salida a lo que ha visto por esos caminos de Dios su
enorme corazón, lleno de canciones por hacer, por cantar y de ganas
de conocer cómo son los niños de hoy, a los que, según comentaba, no
había podido cantarles por los achaques de la edad.
Después de que invitó a los jóvenes a sentirse como en su propia
casa, Teresita comenzó a resucitar las aventuras vividas en su paso
por el controvertido mundo de los seres humanos; a revelar cómo
nació la canción de aquel otro gatico que le puso Vinagrito, por
estar feo y flaquito; a hablar de la necesidad de profundizar en
Martí; a explicar que para ella el amor también está en el aire, en
la quietud de las noches tranquillas y en el viento que mueve las
hojas de los árboles.
Pero sobre todo, su conversación dibujó un universo muy especial
cuando aprovechó el momento para dar algunos consejos a los
invitados. Entre ellos hubo uno que me caló hasta los huesos. "Sé
siempre una persona buena", me dijo con una seguridad pasmosa,
mientras me agarraba la mano como si quisiera grabar la frase hasta
en los más indescifrables vericuetos del alma. Como si tuviera la
total certeza de que esta máxima debía trascender aquel encuentro
para convertirse en una lección de vida para todos los cubanos en
estos azarosos y complejos días.
Ella no dejaba de pensar en la sociedad que palpitaba detrás de
sus ventanas, aunque apenas salía de su apartamento, porque había
hecho de la soledad su pasión; y quería que los niños de ayer la
recordaran solamente con esa fuerza vital con la que siempre
interpretó sus canciones, ya fuese en la calidez de las peñas, como
en los parques más destartalados, o en los escenarios más
majestuosos.
En todos los lugares era la misma y no dejaba pasar ni un
instante para, sin cobrar un centavo, cantarle a los niños con su
guitarra las historias de las palanganas viejas, de lo feo, de la
belleza de los campos, de la lluvia, de las estrellas, y de las
travesuras de los perros callejeros. Si bien, como se dijo, la vida
la llevó a alejarse de los escenarios desde hace algún tiempo, la
trovadora permanece para siempre en un lugar muy íntimo de la vida
de los que conocimos el mundo a través de sus canciones, esos que
tenemos en Teresita una de esas inseparables guías espirituales que
junto a nuestros padres nos iluminó el camino desde los primeros
años de la infancia, y que desde hoy todos debemos tratar de que su
legado ocupe el lugar que merece en la educación sentimental de
todos los niños y jóvenes cubanos.
Despiden con sus canciones a la
trovadora