Cien años de Bellas Artes

Nelson Herrera Ysla *

Este año el Museo Nacional de Bellas Artes cumple sus primeros cien años de vida. Desde que comenzó un azaroso itinerario en 1913 a través de varias sedes en La Habana (la mayoría de ellas con difíciles condiciones para albergar las primeras obras) hasta llegar a las actuales dos edificaciones localizadas en los alrededores del Parque Central, no ha cesado de exhibir obras de su Colección Permanente (engrosada hasta llegar a la enorme cifra de más de 45 mil gracias a la generosidad de numerosas instituciones religiosas, culturales, coleccionistas privados, artistas y organismos del Estado cubano) y otras de manera transitoria, dispuestas para disfrutar de ciertas zonas del arte universal y de un extenso recorrido del arte producido en esta Isla.

Fundado en 1913 por un Decreto Presidencial se concedió al Museo la misión de coleccionar las "reliquias de valor histórico" –-principalmente de las guerras de independencia— y "contribuir a robustecer el culto a nuestros héroes y a arraigar los sentimientos patrióticos". Innumerables instituciones y personalidades diversas de la sociedad habanera donaron decenas de obras para contribuir con la creación del tan ansiado Museo Nacional. Entre 1913 y 1954 el Museo ocupó tres sedes, ninguna adecuada. Su primer director fue el arquitecto Emilio Heredia por muy breve tiempo, el cual fue reemplazado por el pintor Antonio Rodríguez Morey, quien ocupó dicho cargo hasta comienzos de la década de los sesenta.

Su inicial proyección fue polivalente pues reunía obras, objetos y documentos de historia, arqueología, etnografía, artes decorativas y artes plásticas, los cuales se concentraron en aquellas sedes y en la nueva que tuvo el Museo a partir de 1954. Solo poco después de 1967, el Gobierno Revolucionario decide crear otras instituciones museísticas en la capital para acoger todo lo que no fuese artes plásticas y disminuir con ello la carga que pesaba sobre la flamante institución y, como un logro más, formalizar así uno de los proyectos más ambiciosos propuesto por su nueva directiva: la creación de las salas de arte cubano exclusivamente. Con el tiempo estas se consolidarían sobre la base de una representación cronológica, de momentos, escuelas y periodos en dos grandes conjuntos: arte colonial y cambio de siglo, y arte moderno y contemporáneo.

Las colecciones extranjeras quedarían agrupadas bajo los rubros de Antigüedad y pintura europea, por una parte; arte americano con las secciones de Estados Unidos y Latinoamérica por otra; y arte asiático (especialmente la colección de grabados Ukiyo-e) lo cual implicó una remodelación no solo museológica general, sino también física.

Hacia fines del siglo XX, la dirección del Estado cubano decide otorgarle otra sede adicional para poder satisfacer la disposición y exhibición de tan vasta y creciente colección de obras. La nueva sede sería, es, el elegante edificio del antiguo Centro Asturiano de La Habana, localizado también en las áreas colindantes del Parque Central. De este modo las colecciones quedaron agrupadas de manera definitiva en esas dos sedes: una de ellas dedicada al arte cubano y otra dedicada al Arte universal.

Desde la década del sesenta, el Museo se convirtió en la institución por excelencia para acoger los grandes eventos de las artes plásticas y de otras expresiones de la cultura gracias a su enorme capacidad de espacios y facilidades materiales. Numerosos Salones Nacionales de pintura, dibujo, grabado, fotografía, escultura, se han realizado en sus holgadas salas, en el patio central y hasta en sus aceras colindantes; así como muestras antológicas y retrospectivas de los más notables artistas cubanos y extranjeros.

Mención especial merece la disposición del Museo para exhibir la obra de valiosos jóvenes artistas cubanos desde los años setenta, en salas preparadas específicamente para ello, lo cual reafirmó su voluntad de promoción del arte contemporáneo y que lo ha llevado a experimentar una especie de "doble vida", pues en la práctica actual dicha institución aúna e integra en su programa de desarrollo lo mejor de las llamadas bellas artes.

Bastaría con recordar el famoso Salón 70 con todas las expresiones de la visualidad en Cuba, las muestras 1 000 Carteles cubanos de cine, Artistas populares de Cuba, Hecho en Latinoamérica (dedicada íntegramente a lo mejor de la fotografía continental), las celebraciones de las primeras cinco Bienales de La Habana. Y también las muestras dedicadas a los cubanos Carlos Enríquez, Mariano Rodríguez, René Portocarrero, Raúl Martínez, Sandú Darié, Rita Longa, Umberto Peña, Nelson Domínguez, Tomás Sánchez, Rocío García, entre otras, además de algunas dedicadas a artistas extranjeros como Robert Rauschenberg, René Burri, por citar unos pocos.

Hoy día, el Museo continúa desarrollando una intensa labor en muchas ramas y manifestaciones del arte, y sus espaciosas salas, ideales para obras de mediano y gran formato, han cedido espacio a otras más pequeñas, algunas de ellas ubicadas en nuevos niveles de piso que acogen dibujos, ilustraciones, fotografía y carteles de dimensiones menores con el objetivo de poder exhibir la mayor cantidad posible de obras.

Su máxima atracción, a mi modo de ver, lo constituye el edificio dedicado precisamente a exhibir más de 300 años de arte cubano, remodelado a fines del siglo XX y en el que, en poco más de tres horas, el visitante recibe una vasta impresión de esa pujante y diversificada expresión nacional. Desde el arte en la colonia hasta el llamado contemporáneo, las salas de ese edificio favorecen la observación de obras de significativos artistas que nacieron o produjeron la mayor parte de sus obras en Cuba, imprescindibles para una mejor comprensión de aquellos rasgos que pudieran ser considerados como identitarios aunque la pluralidad de voces, discursos y lenguajes expresivos provoca constantemente en el espectador numerosas interrogaciones e inquietudes al respecto.

Las principales salas acogen la más trascendente de nuestras expresiones, la pintura, y en cuyos interiores es posible apreciar, de manera un tanto apretada quizá el dibujo, la fotografía, el grabado, la ilustración, el cartel, aunque no se hallen visibles del todo cuando se recorren los circuitos centrales del Museo. La escultura aparece escasamente representada en medio de esas salas y en los alrededores del patio de la planta baja, la cual ya requiere un escenario más propicio así como una mejor iluminación para su completo disfrute.

El ecléctico edificio dedicado al arte universal –-construido en el lejano 1927— experimentó un conjunto de transformaciones en su interior, sobre todo a nivel de mobiliario y remodelación espacial, que dieron respuesta a su nuevo uso, respetando al máximo su pasado para acoger obras de arte antiguo (Egipto, Grecia y Roma), arte oriental (Japón), escuelas europeas (España, Francia, Italia, Flandes, Holanda, Alemania, y donde sobresale la importantísima colección de retratos ingleses), arte norteamericano y latinoamericano.

Ambas edificaciones son motivo de orgullo para la cultura cubana. Es difícil hallar en el continente una institución de esta naturaleza que haya logrado satisfacer tal conjunto de necesidades espirituales y nuevas funciones, imprescindibles en el desarrollo de cualquier comunidad. Su vitalidad y presencia en medio de adversidades en lo económico y social aumenta por ello su valor y su importancia, a la vez que consolida sus capacidades como centro de actividad cultural en un contexto local que reclama y desafía constantemente las aspiraciones de cualquier ciudadano.

El Museo Nacional de Bellas Artes es probablemente el más grande, desde muchos puntos de vista, en Latinoamérica y El Caribe. Su tesauro contribuye a engrandecer la memoria de Cuba. Resulta, a todas luces, un privilegio para nuestra sociedad, para nuestra región y para el mundo, contar con esta institución única, celosa de la conservación y restauración de tan extraordinario acervo visual. A cien años de fundado nos corresponde celebrar tan importante acontecimiento como algo querido, nuestro y singular.

*Crítico de arte y curador.

 

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