De acuerdo con los datos disponibles, los estallidos ocurridos en
el sitio donde se realizaba el maratón de Boston, Massachusetts, los
cuales dejan un saldo trágico de al menos tres muertos y varias
decenas de heridos, fueron producidos por artefactos colocados
deliberadamente en el lugar y son, por ello, expresión de un
designio terrorista por demás condenable. Poco después de los hechos
el presidente Barack Obama, en una conferencia de prensa, habló de
responsables, aunque reconoció que su gobierno aún no sabía quién
hizo esto o por qué. Tal interrogante obliga a recordar la pregunta
que su antecesor George W. Bush se formuló tras los ataques del 11
de septiembre del 2001 (11-S) en Nueva York y Washington: ¿Por qué
nos odian?
A reserva de contar con mayor información, el suceso pone sobre
la mesa el tema de la seguridad interior de Estados Unidos, en cuyo
nombre diversos gobiernos del país vecino han definido una política
exterior tan belicista como catastrófica, recortado libertades
civiles y gastado centenares de miles de millones de dólares sin que
ello se haya traducido en mayor seguridad para los habitantes de la
superpotencia.
Es pertinente recordar que, tras los atentados del 11-S, en Nueva
York y Washington, la Casa Blanca focalizó las amenazas terroristas
en organizaciones extranjeras, fundamentalmente islámicas, así como
en gobiernos que le eran políticamente desafectos,
como el que encabezaba Saddam Hussein en Iraq, pese a que desde
ese país árabe nunca se emprendió un ataque contra objetivos
estadounidenses. De esa forma, Washington ofreció ejemplos
explicativos a su propia pregunta, en la medida en que dejó
sembrados, con el arrasamiento de Afganistán y de Iraq, vastos y
justificados rencores antiestadounidenses.
Otra de las consecuencias de la política de seguridad adoptada
tras el 11-S –que fue, en realidad, de reposicionamiento estratégico
de Washington en Asia Central y Medio Oriente– fue que se olvidó la
variada y prolífica historia del terrorismo interno estadounidense,
en la que confluyen el supremacismo blanco, grupos de ultraderecha,
organizaciones integristas cristianas y hasta formaciones radicales
de causas ambientalistas y animalistas. De hecho, antes del 11-S el
atentado terrorista más grave dentro de Estados Unidos había sido la
demolición con explosivos del edificio federal Alfred P. Murrah en
Oklahoma City, ataque en el que murieron 168 personas y resultaron
heridas unas 700; tal acción fue perpetrada hace casi 18 años (el 19
de abril de 1995) por una pequeña conspiración de ultraderechistas,
encabezada por Timothy McVeigh, exmilitar condecorado que combatió
en la primera guerra estadounidense contra Irak (1991).
Desde otra perspectiva, la siempre ambigua relación de las
autoridades estadounidenses con el terrorismo pasa por el uso
directo de esa práctica, en su modalidad de terrorismo de Estado, o
por su promoción en contra de regímenes a los que Washington
considera enemigos o potencialmente peligrosos. Recuérdese, por
ejemplo, la larga historia de ataques terroristas perpetrados por la
Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) en
Guatemala, Cuba y Nicaragua, o los sangrientos bombardeos contra
objetivos civiles en diversas partes del mundo y en diversas épocas
por la fuerza aérea y la Armada estadounidenses.
Sería deseable que las autoridades del país vecino tuvieran en
cuenta referencias como las aquí apuntadas para hallar quién está
detrás de los condenables ataques del lunes en Boston y determinar
el motivo por el cual fueron perpetrados.