El libro de Nara

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Maestro del interior del alma y por ende de la psicología de sus personajes, el escultor francés Auguste Rodin (1840-1917) resumió la esencia del arte como una magnífica lección de sinceridad: "El verdadero artista expresa siempre lo que piensa, aun a riesgo de hacer tambalear todos los prejuicios establecidos", escribió el Maestro en su célebre Testamento, compendio de ideas que a cien años de ser plasmadas guardan una impresionante actualidad.

Recordando el valor de la sinceridad en el arte me leí de un tirón Navío en puerto, primera y última novela de Nara Araújo (1945-2009), publicada por Letras Cubanas en su colección La Novela.

Muchos libros traídos de la Feria a casa, pero imposible la contención ante la novela de una vieja amiga, que luego de un destacado desempeño en la ensayística entró al campo de la ficción a sabiendas de que estaba dejando una última huella.

No es una novela autobiográfica en el rigor del término, pero ahí está Nara revelándose a retazos con su impronta irónica a lo largo de una trama que le da cabida lo mismo a un pasaje relacionado con la visita a Cuba de la Infanta Eulalia de Borbón, que a los hechos criminales de Humboldt 7 ––durante la tiranía batistiana–– o a lo trajines de Madame, matrona en un burdel de categoría y a la que la niña Nara, estudiante de ballet, veía transitar a ratos cerca del edificio donde vivía.

La historia no tal cual, sino traspuesta en literalidad y sin nombres propios en lo que a la vida de la autora concierne. "Lo que no recuerdes o ignores ––escribe Nara–– porque nunca lo supiste o por reprimido, habrá que imaginarlo y contar las cosas, entre fantasmas y sueños, en tus figuraciones, no como fueron, sino como pudieron haber sido, en esos intersticios entre el recuerdo y el vacío".

Los pasajes históricos no son recreados a capricho, sino que se hacen coincidir con algún hecho relacionado con la vida o familia de la escritora, como es el caso de la mansión de la Calzada del Cerro, donde se celebra la soirée a la que asiste la Infanta Eulalia y en la que no pueden faltar la marquesa de Du-Quesne y la Montalvo y la de Almendares y la condensa de Peñalver "entre otras augustas damas y damiselas casaderas". Fiesta en la que se describe con elegante y sostenida prosa un flirteo de la Borbón con el mismísimo Leonardo Gamboa, a quien Villaverde le diera vida en su Cecilia Valdés.

Historias todas perfectamente incorporadas a la historia central, que no es otra que la de una mujer culta y polémica que ha enfrentado la pérdida de sus padres y que perseguida durante años por el cáncer "debe arriesgarse en el laberinto y dejar para siempre la casa de su infancia y juventud: la de su maternidad; la morada que después de la Dueña es invadida por ajenos y luego ocupada por cercanos".

El balance de recuerdos que hace en esa casa antes de abandonarla es el motivo para desplegar aspectos de su vida en una magnífica lección de sinceridad, como sugería Rodin. Recurre entonces a la tercera persona como una manera de distanciamiento crítico: "En la adolescencia se negaba a aceptarse como era. Por más que se esforzaba en los estudios siempre fue de las segundas. Tenía las cejas desiguales y los ojos también¼ sus manos sudaban y tuvo que abandonar las clases de música¼ ansiosa, obsesiva y cobarde, de caderas anchas, sin compensar con un derrièrre idóneo, "planchada", y de mentón algo recesivo".

Son solo algunos aspectos de su propia (y feroz) mirada física, pero lo que atrae de la bailarina, ensayista y académica de alto rango es su contemplación interior, matizada por una intensa espiritualidad: "No me produce vértigo ver tantos años debajo de mi y en mi. Navío en puerto después de tormenta, estoy en remisión pero nunca se sabe, una espada flamígera pende oscilante y el infinito no es negociable, la cuenta puede extinguirse".

Debió escribir más novelas esta amiga talentosa que al detallarse en Navío en puerto olvidó mencionar sus ojeras de dama trágica escapada de las páginas del romanticismo, y también las dos lágrimas perenne que, al sonreír con aquella manera muy suya de inflar los carrillos, se hacían más resplandecientes.

 

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