Nosotros los recién llegados

Leticia Martínez Hernández

Estaba acabada de graduar. Había cambiado de ciudad, de ambientes, de compañías. Había dejado las aulas para aterrizar en el periódico de mayor tirada en el país. Y aunque no me lo creía, mi mamá le contaba a todas sus amigas que su hija "en unos pocos días estaría escribiendo en el periódico Granma".

Aquello me parecía tan poco probable que siempre empañaba su fiesta de orgullo diciéndole que "con tantos periodistas de renombre yo terminaría repartiéndoles el café o, en el mejor de los casos, decorando el mural del Sindicato".

Así de descreída andaba cuando puse un pie en la redacción nacional del diario. Para colmo, en el momento que el jefe me mostraba los vericuetos de un edificio que me pareció inmenso (como los de las urbes de verdad) dos periodistas se preguntaban si era oportuno hacerme la prueba de aptitud. "¿Prueba de aptitud?", inquiría en silencio a mi cerebro una y otra vez, mientras los dos colegas —luego grandes amigos— miraban con sorna, como se mira al bicho raro que está a punto de echar a correr directo a la "ciudad del interior" de donde nunca debió salir.

"¿Prueba de aptitud?" "¿Por qué si pasé cinco años de Universidad, si discutí mi tesis, si tengo el título universitario con un sinfín de copias en mi bolso, si en mi boleta de ubicación dice clarito que mi primer centro laboral será el periódico Granma?" "¿Habré llegado al lugar equivocado?" Me preguntaba mientras el que sería mi jefe hablaba de rutinas productivas que no entendía porque estaba demasiado nerviosa como para pensar en serio.

El título de inexperta no daba para razonar que estaba siendo víctima de la broma del recién llegado. Aquel primer día no hubo finalmente un chequeo de aptitudes, sin embargo cuando terminó la jornada laboral me sentía más puesta a prueba que cuando en el último año de preuniversitario opté por la profesión que marcaría todos los días de mi vida, cuando éramos un montón de chiquillos soñando con ser periodistas y un jurado de profesionales decidía cuales entraban a la Universidad y cuales quedaban en el camino.

Fue el 6 de septiembre del 2007. Ese día me di cuenta que no era tan malo salir de la Universidad, de esa caja de cristal donde muchas veces nos preservamos (o nos preservan) de un mundo exterior que no es para nada idílico. A partir de entonces he quedado debiendo estas letras a cada una de las personas que dedicó un minuto para enseñarme algo, a esos que me rescataron del letargo de libros y libretas llenas de conceptos.

A partir de entonces comprendí que muchas veces la cátedra va por un lado y la vida va por otro y algunos de los "recién llegados" terminan por frustrarse; que es más oportuno escuchar a quienes han sudado tanta tinta en vez de andar como repetidores de academicismos que aprendimos de memoria porque la maña del oficio no viene incluida en el reverso del título universitario.

No podría decir que tuve un mal arribo a las lides laborales. Nunca repartí el café a mis colegas, mucho menos fue el Mural de la redacción el destino de mis letras. Sin embargo, sobran las historias de muchachos recién graduados que han preferido eternizar los años de la Universidad porque el despegue no resultó. Ahí están las decenas de cartas al periódico escrita por jóvenes poco atendidos, obviados, o destinados a labores nada acordes con su perfil.

Y es que esta etapa de la vida que debió ser sublime, tropieza muchas veces con procesos de ubicación superficiales e improvisados al estilo de un "tin marín de dos pingüés" que termina poniendo aquí a quien debió ir allá; o en el más doloroso de los casos colisiona con el engañoso temor a lo nuevo, a la supuesta competencia. Se diluye así un encuentro de saberes que pudo aportar mucho al desandar armonioso de cualquier centro laboral.

Por eso cuando conozco de algún "entrado en años" que olvidó su tiempo de recién llegado con hormigueo en el estómago, no puedo más que agradecer a quienes me tendieron todos los puentes. Y en ocasiones cuando es momento para el recuento, recuerdo las veces que el primer párrafo de mi nota resultó mejor de último, los tantos días que di cobertura a "asuntos sin importancia", o la guardia de fin de año que por ser la última en llegar me tocó.

Hasta que recibí el primer elogio, el espacio en la primera plana con mi nombre, la primera credencial para un "suceso". Todo ello lo agradezco ahora, hasta aquel amago de prueba de aptitud en el primer día laboral, porque me apuntalaron en el deseo incorregible de no dejar de ser nunca una recién llegada.

 

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