Estaba acabada de graduar. Había cambiado de ciudad, de
ambientes, de compañías. Había dejado las aulas para aterrizar en el
periódico de mayor tirada en el país. Y aunque no me lo creía, mi
mamá le contaba a todas sus amigas que su hija "en unos pocos días
estaría escribiendo en el periódico Granma".
Aquello me parecía tan poco probable que siempre empañaba su
fiesta de orgullo diciéndole que "con tantos periodistas de renombre
yo terminaría repartiéndoles el café o, en el mejor de los casos,
decorando el mural del Sindicato".
Así de descreída andaba cuando puse un pie en la redacción
nacional del diario. Para colmo, en el momento que el jefe me
mostraba los vericuetos de un edificio que me pareció inmenso (como
los de las urbes de verdad) dos periodistas se preguntaban si era
oportuno hacerme la prueba de aptitud. "¿Prueba de aptitud?",
inquiría en silencio a mi cerebro una y otra vez, mientras los dos
colegas —luego grandes amigos— miraban con sorna, como se mira al
bicho raro que está a punto de echar a correr directo a la "ciudad
del interior" de donde nunca debió salir.
"¿Prueba de aptitud?" "¿Por qué si pasé cinco años de
Universidad, si discutí mi tesis, si tengo el título universitario
con un sinfín de copias en mi bolso, si en mi boleta de ubicación
dice clarito que mi primer centro laboral será el periódico
Granma?" "¿Habré llegado al lugar equivocado?" Me preguntaba
mientras el que sería mi jefe hablaba de rutinas productivas que no
entendía porque estaba demasiado nerviosa como para pensar en serio.
El título de inexperta no daba para razonar que estaba siendo
víctima de la broma del recién llegado. Aquel primer día no hubo
finalmente un chequeo de aptitudes, sin embargo cuando terminó la
jornada laboral me sentía más puesta a prueba que cuando en el
último año de preuniversitario opté por la profesión que marcaría
todos los días de mi vida, cuando éramos un montón de chiquillos
soñando con ser periodistas y un jurado de profesionales decidía
cuales entraban a la Universidad y cuales quedaban en el camino.
Fue el 6 de septiembre del 2007. Ese día me di cuenta que no era
tan malo salir de la Universidad, de esa caja de cristal donde
muchas veces nos preservamos (o nos preservan) de un mundo exterior
que no es para nada idílico. A partir de entonces he quedado
debiendo estas letras a cada una de las personas que dedicó un
minuto para enseñarme algo, a esos que me rescataron del letargo de
libros y libretas llenas de conceptos.
A partir de entonces comprendí que muchas veces la cátedra va por
un lado y la vida va por otro y algunos de los "recién llegados"
terminan por frustrarse; que es más oportuno escuchar a quienes han
sudado tanta tinta en vez de andar como repetidores de academicismos
que aprendimos de memoria porque la maña del oficio no viene
incluida en el reverso del título universitario.
No podría decir que tuve un mal arribo a las lides laborales.
Nunca repartí el café a mis colegas, mucho menos fue el Mural de la
redacción el destino de mis letras. Sin embargo, sobran las
historias de muchachos recién graduados que han preferido eternizar
los años de la Universidad porque el despegue no resultó. Ahí están
las decenas de cartas al periódico escrita por jóvenes poco
atendidos, obviados, o destinados a labores nada acordes con su
perfil.
Y es que esta etapa de la vida que debió ser sublime, tropieza
muchas veces con procesos de ubicación superficiales e improvisados
al estilo de un "tin marín de dos pingüés" que termina poniendo aquí
a quien debió ir allá; o en el más doloroso de los casos colisiona
con el engañoso temor a lo nuevo, a la supuesta competencia. Se
diluye así un encuentro de saberes que pudo aportar mucho al
desandar armonioso de cualquier centro laboral.
Por eso cuando conozco de algún "entrado en años" que olvidó su
tiempo de recién llegado con hormigueo en el estómago, no puedo más
que agradecer a quienes me tendieron todos los puentes. Y en
ocasiones cuando es momento para el recuento, recuerdo las veces que
el primer párrafo de mi nota resultó mejor de último, los tantos
días que di cobertura a "asuntos sin importancia", o la guardia de
fin de año que por ser la última en llegar me tocó.
Hasta que recibí el primer elogio, el espacio en la primera plana
con mi nombre, la primera credencial para un "suceso". Todo ello lo
agradezco ahora, hasta aquel amago de prueba de aptitud en el primer
día laboral, porque me apuntalaron en el deseo incorregible de no
dejar de ser nunca una recién llegada.