John
Berger cuenta en su ensayo Cada vez que decimos adiós, que
durante el último siglo nunca jamás tanta gente ha viajado en este
planeta, algunos por voluntad propia, por motivos de turismo y
viajes de negocios, pero la gran mayoría bajo coerción: los
desplazados, los refugiados, y "ola tras ola de emigrantes, ya sea
por razones políticas o económicas, pero emigrando para sobrevivir.
El nuestro es un siglo de viaje a fuerza. Iría más allá y diría que
el nuestro es un siglo de desapariciones. El siglo de la gente que
no puede hacer otra cosa que ver a otros, quienes eran cercanos,
desaparecer en el horizonte". Argumenta que por eso el cine es el
arte que más define al último siglo, ya que es un arte que nos lleva
a otro lugar.
No se sabe cuántos inmigrantes en este país vieron la ceremonia
de los Óscares, ya que sus refugios aquí están cada vez más
expuestos, y miles están en la cárcel por el simple hecho de haber
dicho adiós a su familia y amigos, y cruzar una línea.
Pero el show político sobre los inmigrantes y qué hacer con ellos
—los 11 millones de indocumentados anónimos, parte de los 40,4
millones de inmigrantes de todo el mundo (el grupo más grande es de
México, con un total de 11,7 millones, 29 % de todos los
inmigrantes) que están aquí, muchos de ellos familiares de los
ilegales— se pone en escena todos los días en Washington y en
decenas de estados por todo el país.
La retórica política ha cambiado. El presidente, después de
romper su promesa durante sus primeros cuatro años, ahora ha
declarado prioridad inmediata una "reforma migratoria integral". Los
republicanos, que habían sido el obstáculo a cualquier iniciativa de
legalización de los indocumentados, también se están sumando al
juego. Todo resultado de la pasada elección, donde ambos partidos
descubrieron que sus futuros dependerán cada vez más de lo que se
llama el "voto latino". Sin embargo, nada está garantizado.
Mientras avanza el debate, la retórica tan bonita de que este es
"un país de inmigrantes" suele ocultar algunos de los hechos que
marcan la vida cotidiana de los inmigrantes, sobre todo los
indocumentados.
Por ejemplo, mientras Barack Obama afirma que es hora de que
Estados Unidos reconozca la contribución de estos inmigrantes a la
riqueza económica, social y cultural del país, en los hechos estas
palabras se traducen en otra cosa: ningún presidente ha deportado a
tantos inmigrantes, con ello dividiendo familias, rompiendo
comunidades, destrozando tejidos humanos, anulando sueños y
generando temor, pánico y sospecha del "otro".
Obama deportó a más inmigrantes en sus primeros cuatro años que
George W. Bush en ocho en la Casa Blanca. El New York Times reporta
que para finales de este año las deportaciones con Obama llegarán a
dos millones, casi el mismo total que todas las deportaciones en
Estados Unidos entre 1892 y 1997. En promedio, el presidente está
deportando unos 400 mil al año, un nivel récord.
No solo eso: hay un incremento dramático de procesos judiciales
contra inmigrantes, lo cual ha nutrido un sistema de detención
nacional creciente para esta comunidad, con más de 250 centros de
detención, en los cuales se mantuvieron más de 400 mil personas, la
mayoría sin acusación penal alguna en contra. Durante la última
década han estado detenidos más de tres millones de inmigrantes en
total, reportó Human Rights Watch. Ahora, el ingreso y el reingreso
ilegal a Estados Unidos se ha vuelto el delito federal más
fiscalizado en este país.
Obama y su gente explican que la intensificación de sus esfuerzos
de "control fronterizo" y de detener y deportar inmigrantes es
necesario para descalificar los argumentos republicanos de que antes
de cualquier reforma migratoria es necesario lograr tener una
"frontera segura". "¿Quién les cree? Todos hemos escuchado eso de la
reforma migratoria durante los últimos años y no se ve nada; lo
único que sí se ve todos los días en nuestras comunidades es más
gente detenida y deportada", comenta un activista de derechos de los
inmigrantes. Estas palabras se escuchan en todos los puntos del
país.
La semana pasada, mientras la secretaria de Seguridad Interna,
Janet Napolitano, estaba por hacer una presentación ante un comité
del Senado, un inmigrante en el público se puso de pie y gritó:
"¡has destruido nuestra comunidad!", y en eso otras voces estallaron
en el salón legislativo: "¡alto a las deportaciones!"
O sea, aquí hay un adiós doble: primero el difícil y peligroso al
emigrar de algún punto a este país, y de repente, la familia y
comunidad aquí tienen que decir adiós, de nuevo, a los que son
deportados, o por lo menos preparar la despedida cada vez que un
"indocumentado" —un padre, una madre, una hermana, una tía, un hijo—
salga a la escuela, al trabajo, a la esquina por leche, ya que no se
sabe si regresará. Desde el 2010 el gobierno ha deportado a más de
200 mil padres de niños que son ciudadanos estadounidenses, según un
informe del American Immigration Council.
"Algunos de nosotros somos ilegales, y algunos no somos deseados¼
/Nos persiguen como criminales¼ como asaltantes¼ /Morimos en tus
montes, morimos en tus desiertos/morimos en tus valles y morimos en
tus llanos/Morimos bajo tus árboles y morimos en tus arbustos/De
ambos lados de la frontera, morimos igual¼ /Adiós a mi Juan, adiós
Rosalita/adiós mis amigos Jesús y María/No tendrán nombres cuando
vuelen en ese gran avión/Lo único que serán llamados será
deportados". De la canción Deportee, de Woody Guthrie,
escrita a finales de los años 40.
¿Cuántos adioses más tenemos que decir, tanto aquí como en los
países que exportan seres humanos como parte de un modelo económico,
antes de que podamos decir "bienvenidos"? (Tomado de La Jornada)