POCO
después de las 9:40 p.m. del martes 15 de febrero de 1898 una
explosión hundió al acorazado norteamericano Maine, fondeado en la
bahía de La Habana. En el siniestro perecieron las tres cuartas
partes de la tripulación. Dadas las circunstancias que rodearon el
hecho y su trascendencia, así como el interés que despierta en la
opinión pública, ha sido objeto, sobre todo en Estados Unidos, de
múltiples especulaciones, se le han dedicado libros y aún más,
costosas investigaciones, para tratar de fundamentar las posibles
causas. Tal es el caso de un documental de la serie Discovery, que
hace algún tiempo fue transmitido en la televisión de nuestro país.
El Maine había llegado a La Habana el 25 de enero, con el
pretexto de realizar una "visita amistosa", aunque para todos los
conocedores de la tirantez en las relaciones entre España y Estados
Unidos, su presencia no era sino una más en la cadena de presiones
que el gobierno norteamericano venía ejerciendo sobre el español, en
lo que constituía, claramente, la preparación para la intervención,
con propósitos expansionistas, en la guerra que los cubanos venían
sosteniendo hacía ya tres años contra el régimen colonial hispano.
El Maine era quizás el mayor buque de guerra que jamás hubiera
entrado en la bahía habanera. Su aspecto, fondeado en el centro de
la bahía, era imponente. Su tripulación estaba compuesta por 26
oficiales y 328 alistados. Entre estos últimos habían numerosos
emigrantes, aunque casi todos eran ya ciudadanos norteamericanos o
residentes permanentes en proceso de obtención de la ciudadanía. No
es cierto, como a veces se ha afirmado, que la mayoría de los
tripulantes fueran negros. Fuentes dignas de crédito y la
observación de las fotografías de la tripulación muestran que las
personas negras eran menos de la quinta parte. El comandante del
buque era el capitán de navío Charles D. Sigsbee.
Inmediatamente después del hundimiento, la prensa sensacionalista
norteamericana arreció su campaña antiespañola, responsabilizando a
las autoridades de Madrid y La Habana, y los círculos políticos más
agresivos intensificaron sus demandas y presiones sobre el ejecutivo
para que este se decidiera a intervenir en Cuba.
En términos generales, el desastre tenía dos posibles
explicaciones: la destrucción del buque se había producido por
accidente o por un acto premeditado. Si se trataba de un accidente,
el prestigio del comandante, y por ende el de la armada
norteamericana, quedaba en entredicho. Si fue un acto perpetrado por
tripulantes, Sigsbee continuaba siendo responsable. Pero si el acto
había sido realizado por agentes del gobierno español, o por cubanos
partidarios de la intervención, la culpa era de España, responsable
de la seguridad del buque, que se encontraba legalmente en puerto y,
por tanto, la explosión podía convertirse en un pretexto para la
intervención.
Entre el accidente y el sabotaje era posible trazar una línea
divisoria: si la explosión era "interna", existía la posibilidad de
que se tratara de una autoprovocación, pero resultaba posible
también la explicación del accidente como causa probable. De ser
"externa", el acto era claramente premeditado y la culpa recaía
sobre España.
Dos días después del hundimiento, las autoridades españolas
crearon una comisión de investigación que llegó a la conclusión de
que la explosión había sido, con toda probabilidad, interna. Los
norteamericanos habían rechazado la proposición de crear una
comisión mixta y formaron la suya, presidida por el capitán de navío
William T. Sampson. El ambiente político que se había creado en
Estados Unidos no era en nada favorable a una investigación
imparcial y objetiva. La prensa amarilla no cesaba de publicar
artículos, declaraciones y testimonios que configuraban una
atmósfera belicista.
La comisión Sampson se inclinó por explicar la destrucción del
navío como resultado de dos explosiones: una pequeña, producida en
el exterior, que había desencadenado una enorme, interna. El
presidente McKinley, en el mensaje al Congreso que acompañaba las
conclusiones, señalaba que la verdadera cuestión era que España "ni
siquiera podía garantizar la seguridad de un buque norteamericano
que visitaba La Habana en misión de paz". Y pedía autoridad para
terminar la guerra en Cuba, a la vez que solicitaba emplear, con
esos fines, a las fuerzas militares y navales estadounidenses. El
hundimiento del Maine había cumplido así una función: servir de
pretexto a la intervención.
Pero las dudas sobre las causas de la destrucción del Maine
continuaron. El ataque más serio a la teoría de la explosión
exterior provino de las páginas del periódico profesional británico
Engineering. En ellas John T. Bucknill, experto altamente calificado
en minas y sus efectos, refutó las conclusiones de la comisión
Sampson, las cuales consideró absurdas.
Bucknill consideró como la más probable causa original del
desastre, la combustión espontánea de una de las carboneras del
buque, hecho frecuente en las naves de la época.
El contralmirante norteamericano George M. Melville, jefe de la
Oficina de Maquinaria de Vapor, opinó que el Maine había sufrido un
accidente. Junto a esta, proliferaron otras teorías. Uno de los
oficiales sobrevivientes, el ayudante de máquinas, John R. Morris,
se suicidó unos años después. Sus allegados dijeron que no había
podido soportar los remordimientos por saber que la explosión era
debida a una falla en los circuitos eléctricos y no a una mina
española.
Tampoco faltaron versiones que culpaban a los seguidores de
Weyler. El cónsul norteamericano en Matanzas declaró que había
tenido noticias, dos días antes de la explosión, de un complot para
volar el buque y que lo comunicó de inmediato al cónsul en La Habana
Fitzhugh Lee. Este último recibía cada día numerosos anónimos y
amenazas y consideró que este era uno más.
A principios de diciembre de 1910 el Cuerpo de Ingenieros del
Ejército de Estados Unidos comenzó los trabajos para remover los
restos del Maine. Estos trabajos fueron aprovechados para formar una
junta de investigaciones cuyas conclusiones, como era de esperarse,
fueron muy similares a las de su predecesora.
En 1976 se publicó el libro Como fue destruido el acorazado
Maine, del almirante Hyman G. Rickover, cuyo equipo de expertos
sometió a estudios la información obtenida en 1911 y llegó a la
conclusión de que la explosión fue interna, planteando varias
posibilidades de inicio: incendio en una carbonera, sabotaje,
accidente con armas, bomba colocada por un visitante. De ellas
consideraba como la más probable la primera, aunque no descartaba
las otras. Durante más de veinte años se consideró la explicación de
Rickover como un reconocimiento oficial de que la causa de la
explosión era interna y de que, por lo tanto, ni España, ni mucho
menos los cubanos, habían tenido nada que ver.
En 1998, con motivo del centenario de aquellos hechos, la revista
norteamericana National Geographic Magazine publicó un artículo de
Thomas B. Allen, quien expone los resultados de un estudio realizado
por una empresa dedicada al diseño de buques de guerra para la
marina estadounidense. Utilizando modelos computarizados, los
ingenieros de dicha empresa, partiendo de la información recopilada
por la junta de 1911 —decía el artículo—, llegaron a la conclusión
de que las averías detectadas en el buque pudieran haber sido
causadas bien por una explosión interna o bien por una externa.
Allen tomó partido por la posibilidad de que la causa haya sido
externa. Este proceder aleja la posibilidad de responsabilidad de
los norteamericanos, colocándolos en el papel de víctimas y a partir
de ello resucitó las viejas versiones que culpan a españoles
fanáticamente antinorteamericanos o a cubanos partidarios de la
intervención. Respecto a los primeros, los argumentos de Bucknill y
de Melville primero y de Rickover después, los exoneran. Quedaban
pues los cubanos como presuntos autores.
Un análisis histórico objetivo refuta completamente esta
hipótesis. En primer lugar, el objetivo de la lucha de los cubanos
era la independencia de España, no la intervención norteamericana,
que en la práctica significaba un cambio de dueño. En segundo lugar,
el terrorismo no era método de lucha de los independentistas
cubanos. Tercero, ¿resulta lógico minar un buque de guerra de un
país presuntamente aliado? Cuarto, en caso de que los cubanos
hubieran intentado el hecho, estos tenían que haber vencido una gran
cantidad de dificultades prácticas, que van desde el dominio de la
técnica de construcción de minas y la de contar con medios de
conducción adecuados o con nadadores o buzos muy bien entrenados,
hasta la de mantener el más absoluto secreto y enmascaramiento para
no ser detectados ni por las autoridades españolas ni por la
vigilancia del propio buque. Quinto, de haber sido cubanos los
autores, conociendo el fraccionamiento político que tuvo la causa
independentista después de la intervención, y teniendo en cuenta que
un complot de tal naturaleza necesitaba de los esfuerzos coordinados
de un grupo de personas, ¿es de esperar que ninguno de los
comprometidos cometiera alguna indiscreción? Razonando así,
arribamos a la conclusión de que la hipótesis de la explosión
externa, aunque posible en teoría, tenía pocas posibilidades de
realización práctica.
Queda pues, la posibilidad de la explosión interna, la cual pudo
ser accidental o provocada. La primera variante fue estudiada
exhaustivamente por el almirante Rickover. La segunda no puede
descartarse, dado el interés que los círculos imperialistas más
agresivos tenían en precipitar el país a la guerra.
En todo caso, cualquiera que haya sido el origen de la explosión,
lo que ha dado trascendencia histórica al suceso del Maine ha sido
la manipulación de que fue objeto para convertirlo en un pretexto de
intervención en el conflicto hispano-cubano.
*Capitán de Fragata (R). Doctor en Ciencias Históricas