WASHINGTON.—
El mundo transita de una era de abundancia de alimentos a una de
escasez. En la última década, las reservas mundiales de granos se
redujeron un tercio. Los precios internacionales de los comestibles
se multiplicaron más del doble, disparando una fiebre por la tierra
y dando pie a una nueva geopolítica alimentaria.
Los alimentos son el nuevo petróleo. La tierra es el nuevo oro.
Esta nueva era se caracteriza por la carestía de los alimentos y la
propagación del hambre.
Del lado de la demanda, el aumento demográfico, una creciente
prosperidad y la conversión de alimentos en combustible para
automóviles se combinan para elevar el consumo a un grado sin
precedentes.
Del lado de la oferta, la extrema erosión del suelo, el aumento
de la escasez hídrica y temperaturas cada vez más altas hacen que
sea más difícil expandir la producción. A menos que se pueda
revertir esas tendencias, los precios de los alimentos continuarán
en ascenso, y el hambre seguirá propagándose, derribando el actual
sistema social.
¿Es posible revertir estas tendencias a tiempo? ¿O acaso los
alimentos son el eslabón débil de la civilización de comienzos del
siglo XXI, en buena medida como lo fue en tantas de las
civilizaciones anteriores cuyos vestigios arqueológicos se estudian
ahora?
Esta reducción de los suministros alimentarios del mundo
contrasta drásticamente con la segunda mitad del siglo XX, cuando
los problemas dominantes en la agricultura eran la sobreproducción,
los enormes excedentes de granos y el acceso a los mercados por
parte de los exportadores de esos productos.
En ese tiempo, el mundo tenía dos reservas estratégicas: grandes
remanentes de granos (con una cantidad en la basura al iniciarse la
nueva cosecha) y una amplia superficie de tierras de cultivo sin
utilizar, en el marco de programas agrícolas estadounidenses para
evitar la sobreproducción.
Cuando las cosechas mundiales eran buenas, Estados Unidos hacía
que más tierras estuvieran ociosas. En cambio, cuando eran
inferiores a lo esperado, volvía a poner las tierras a producir.
La capacidad de producción excesiva se usó para mantener la
estabilidad en los mercados mundiales de granos. La grandes reservas
de granos amortiguaron la escasez de cultivos en el planeta.
Cuando el monzón no llegó a India en 1965, por ejemplo, Estados
Unidos envió la quinta parte de su cosecha de trigo al país asiático
para evitar una hambruna de potencial catastrófico. Y gracias a las
abundantes reservas, esto tuvo poco impacto sobre el precio mundial
de los granos.
Al iniciarse este periodo de abundancia alimentaria, el mundo
tenía 2 500 millones de personas. Actualmente tiene 7 000 millones.
Entre 1950 y el 2000 hubo ocasionales alzas en el precio de los
granos, a raíz de eventos como una sequía severa en Rusia o una
intensa ola de calor en el Medio Oeste de Estados Unidos. Pero sus
efectos sobre el precio tuvieron corta vida.
En el plazo de un año, las cosas volvieron a la normalidad. La
combinación de reservas abundantes y tierras de cultivo ociosas
convirtió a ese periodo en uno de los que se gozó de mayor seguridad
alimentaria en la historia.
Pero eso no duraría. Para 1986, el constante aumento de la
demanda mundial de granos y los costos presupuestarios
inaceptablemente altos hicieron que se eliminara el programa
estadounidense de reserva de tierras agrícolas.
Actualmente, Estados Unidos tiene algunas tierras ociosas en el
marco de su Programa de Reserva para la Conservación, pero se trata
de suelos muy susceptibles a la erosión. Se terminaron los días en
que había predios con potencial productivo listos para poner a
cultivar rápidamente si se presentaba la necesidad.
Ahora el mundo vive apenas con la mira puesta en el año
siguiente, siempre esperando producir suficiente para cubrir el
aumento de la demanda. Los agricultores de todas partes realizan
denodados esfuerzos para acompasar ese acelerado crecimiento de la
demanda, pero tienen dificultades para lograrlo.
La escasez de alimentos conspiró contra civilizaciones
anteriores. Las de los sumerios y los mayas fueron apenas dos de las
muchas cuyo declive, aparentemente, se debió a la incursión en un
sendero agrícola que era ambientalmente insostenible.
En el caso de los sumerios, el aumento de la salinidad del suelo
a consecuencia de un defecto en su sistema de irrigación, que a no
ser por eso estaba bien planificado, terminó devastando su sistema
alimentario y, por ende, su civilización.
En cuanto a los mayas, la erosión del suelo fue una de las claves
de su desmoronamiento, como lo fue para tantas otras civilizaciones
tempranas.
La nuestra también está en ese sendero. Pero, a diferencia de los
sumerios, lo que padece la agricultura moderna es el aumento de los
niveles de dióxido de carbono en la atmósfera. Y, como los mayas,
también está manejando mal la tierra y generando pérdidas sin
precedentes de suelo a partir de la erosión.
En la actualidad, también enfrentamos tendencias más nuevas, como
el agotamiento de los acuíferos, el estancamiento de los
rendimientos de los granos en los países más avanzados desde el
punto de vista agrícola y el aumento de la temperatura.
En este contexto, no resulta sorprendente que la Organización de
las Naciones Unidas reporte que ahora los precios de los alimentos
se han duplicado en relación al periodo 2002-2004.
Para la mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos, que gastan
en promedio nueve por ciento de sus ingresos en alimentos, esto no
es mayor problema. Pero para los consumidores que gastan entre 50 y
70 % de sus ingresos en comida, que se dupliquen los precios es un
asunto muy serio.
Estrechamente ligada a la reducción de las reservas de granos y
al aumento del precio de los alimentos está la propagación del
hambre.
En las últimas décadas del siglo pasado, la cantidad de personas
hambrientas en el mundo se redujo, cayendo a 792 millones en 1997.
Luego empezó a aumentar, trepando a 1 000 millones. Lamentablemente,
si se siguen haciendo las cosas como de costumbre, las filas de los
hambrientos continuarán creciendo.
El resultado es que para los agricultores del mundo se está
volviendo cada vez más difícil acompasar la producción a la
creciente demanda de granos.
Las existencias mundiales de granos decayeron hace una década y
no ha sido posible reconstruirlas. Si no se logra hacerlo, lo
esperable es que, con la próxima mala cosecha, se encarezcan los
alimentos, se intensifique el hambre y se propaguen los disturbios
vinculados a la alimentación.
El mundo está ingresando a una era de escasez alimentaria
crónica, que conduce a una intensa competencia por el control de la
tierra y los recursos hídricos. En otras palabras, está comenzando
una nueva geopolítica de los alimentos.(IPS)
*Lester Brown es presidente del Earth Policy Institute y autor de
"Full Planet, Empty Plates: The New Geopolitics of Food Scarcity"
(Planeta lleno, platos vacíos: La nueva geopolítica de la escasez
alimentaria. W.W. Norton: Octubre del 2012).