De la música y la eternidad

Acerca del concierto de fin de temporada en la Basílica

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

Se ha hecho costumbre en diversas capitales del mundo despedir el año con audiciones de músicas que acaricien los oídos y predispongan el espíritu al goce de la atmósfera festiva. En La Habana, por estos días, varias han sido las propuestas y una de las más afortunadas aconteció en la Basílica Menor de San Francisco de Asís, em-blemática institución de la Oficina del Histo-riador de la Ciudad gestionada por la diligente Gertraude Ojeda, que cerró su temporada del 2012 con la entrega de la orquesta Música Eterna y su director Guido López Gavilán.

Haciendo honor al nombre de la agrupación de cámara, Guido seleccionó un repertorio de obras probadas en el tiempo, sobre la base de dos ejes temáticos: partituras del barroco italiano y de compositores españoles bendecidos por la popularidad.

Que el resultado haya sido agradecido no quiere decir que la tarea sea menos ardua. Al comienzo, las violinistas Liliana Serrano y Jenny Peña mostraron una exacta comprensión del estilo que imprimió Arcángelo Corelli (1653-1713) al concerto grosso —en este caso el no. 2 del opus 6—, para dejar abierta la puerta para la ejecución del Concierto para oboe y orquesta, de Domenico Cimarosa (1749-1801), el cual, por cierto, es una invención instrumental del pianista y director australiano Arthur Benjamín (1893-1960) a partir de los temas de cuatro sonatas para pianoforte que el gran compositor operístico italiano compuso. Benjamín recreó a Cimarosa para dar gusto a una oboísta muy notable hacia la medianía del siglo pasado, Evelyn Barbirolli, esposa del afamado director de orquesta Sir John Barbirolli.

La interpretación de la obra de Cimarosa-Ben-jamín alcanzó en Frank Ernesto Fernández una acabada realización, brillante en los pasajes que lo exigían y elegante en los que apuestan más por el diseño melódico.

El ciclo barroco fue cerrado por el Concierto para flauta y cuerdas en Re Mayor no. 3 op. 10, de Antonio Vivaldi, en el cual el preste rosso, pionero de la música descriptiva, trató de imitar el trino de un pájaro del paisaje mediterráneo, el cardellino (especie de jilguero), sobrenombre por el que se conoce a esta partitura, que reclama, como lo cumplió la solista Floraimed Fernández, fineza y virtuosismo en la ejecución, tanto de los movimientos rápidos, como en el aire lento de la segunda parte, que exalta las cualidades líricas del instrumento.

A continuación sobrevino la caballería española, con la orquesta bien ajustada y fluida en las versiones de Asturias y Sevilla, páginas de la Suite ibérica, de Isaac Albéniz, y de la celebérrima Danza ritual del fuego, de Manuel de Falla; el Adagio del Concierto de Aranjuez, disminuido en el tratamiento a pura cuerda, pero con la reconocida solvencia guitarrística de Luis Manuel Molina; y los exultantes Aires gitanos, de Pablo de Sarasate, momento revelador para el violinista Braulio Labañino.

López Gavilán al frente de la orquesta confirmó, una vez más, la consolidación de uno de los conjuntos de cámara que prestigian el movimiento artístico cubano.

 

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