Desde Haití

El último viaje a la Grand´Anse

Amelia Duarte de la Rosa, enviada especial
amelia@granma.cip.cu

Emprender un viaje de recorrido a la Grand´Anse durante dos días no parecía un acontecimiento extraordinario. Así que armé mi mochila y me preparé para conocer el departamento del extremo sur de Haití, mítico por la ferviente práctica del vudú y célebre por lo intrincado de su geografía.

A Jérémie, la capital, había llegado anteriormente en helicóptero y el viaje por las carreteras de cerros prometía mostrarme una realidad más allá de las imponentes alturas de las montañas y los kilómetros de basura que desde el aire se distinguen en el mar. Salimos de Puerto Príncipe con un ajustado y bien pensado cronograma de viaje, que incluía recorrer las cinco comunas de los tres distritos del departamento (Corail, Anse d´Hainault y Jérémie) donde trabajan médicos cubanos.

Fotos de la autoraSin embargo, una cadena de infortunios —propiciada por las inclemencias del tiempo— convirtió dos jornadas en siete y al trayecto en una aventura, la más intensa que he tenido en Haití.

La primera parada fue Pestel, subcomuna de Corail situada a 104 metros sobre el nivel del mar. Un lugar lejano como pocos donde la tierra colorada se confunde con la entrada de las viviendas y las marcas de motocicletas en el fango dan indicios de que, esporádicamente, alguien entra y sale del sitio. Allí solo un médico y una enfermera cubanos brindan servicios a la población, aquejada en su mayoría por fiebre tifoidea, paludismo, malaria y enfermedades parasitarias.

Media hora después hicimos una breve estancia en Corail, un pueblito costero con algo más de movimiento debido, quizás, al hospital comunitario que da servicios a todos los asentamientos de la zona. El camino —en cambio— es uno de los más peligrosos de todo el sur. El estrecho terraplén, que bordea lomas y un precipicio, tenía el agravante de las lluvias anunciadoras del huracán. Las rocas de las montañas estaban sueltas y solo un chofer experimentado, como el que nos conducía, pudo sortear las piedras del camino y ponernos a buen resguardo.

El próximo punto de nuestro recorrido fue Jérémie, cabecera departamental conocida como la ciudad de los poetas y cuna del padre de Alexandre Dumas. Su vida comercial no tiene pausa y más que en cualquier otra urbe de Haití, se erige el estilo colonial.

Todo marchaba acorde con lo planeado hasta que llegamos a Anse d´Hainault al día siguiente. Para entrar al pueblo —también costero— hay que dar cruce a un río cuyo desbordamiento nos atascó al regreso en territorio de nadie. Las lluvias eran más intensas y justo por donde estábamos, se pronosticaba los efectos del huracán Sandy en pocas horas.

Dormimos esa noche en Anse d´Hainault, en la residencia de los médicos. El amanecer fue triste, el mar lo había destruido casi todo. Nadie resguardó ni dio asilo a los pobladores de la costa. Las casitas de los pescadores se sostenían en esqueletos de tablas. Los más jóvenes miraban asombrados e intentaban ayudar a sacar los escombros del camino. Al borde de la carretera yacían familias flotantes, pescadores y ancianos que afirmaron no haber visto algo semejante desde hacía años.

Logramos pasar el río y bajar la montaña de Chambellan. Las lluvias seguían siendo intensas, el camino resbaladizo y la idea de retornar esa misma noche a Puerto Príncipe mermaba con cada charco que intentaba esquivar el Nissan Patrol en el que nos movíamos.

Al otro día, con la mañana un poco más despejada, emprendimos rumbo a la capital o al menos eso pretendíamos, hasta que un enorme deslave de tierra de la montaña cerró el camino. En el fango había quedado semisepultado un tap tap (taxi) y un poco más adelante otro río también cerraba el tránsito. De modo que, aun pasada la tormenta, la Grand´Anse continuaba aislada e incomunicada del resto del país.

Otro regreso más a Jérémie, nos dijimos, y la idea se nos quitó tan pronto vimos escardado uno de los cimientos del primer puente en la entrada a la ciudad. El hecho nos conmocionó a todos, hacía menos de dos horas habíamos pasado por el mismo puente sin notar nada. Un carro de las tropas de Naciones Unidas impedía el paso de vehículos y quedamos encerrados nuevamente en medio de la carretera por los caprichos de la naturaleza.

Los dos médicos a los que acompañaba lograron cruzar el puente a pie y hacer un trasbordo. Del otro lado, imposibilitados, quedaban el carro y el chofer. Todo lo que había sucedido hasta ese entonces me parecía una película de absurdos y, aunque ya tenía bastante que contar del viaje, decidí quedarme y ver cómo terminaba lo que aparentaba ser un irónico y real juego del destino.

La única opción que teníamos era volver a atravesar el escabroso camino de Corail, a 45 kilómetros de donde estábamos. La historia que viví en Corail merece otras líneas aparte. Tres días más pasé en ese pueblo antes de llegar a Puerto Príncipe. La tormenta lo revolvió todo. Los caminos de Haití continúan estragados e incomunicados por las lluvias del huracán, las crecidas de ríos, deslaves de tierras y barricadas de manifestaciones humanas. Antes de llegar a la Grand´Anse no pensé ver modos de vida tan precarios y miserias tan extremas. Tampoco pensé en tener una aventura y, sin embargo, con este viaje más de uno podría sentir que la he tenido.

 

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