De
un verso cucalambeano con el que ganó el primer lugar en un concurso
de la Corte Guajira, en 1939, al emplearlo como pie forzado en una
décima, tomó el joven Jesús Orta Ruiz el sobrenombre que se
adjudicaría, a partir de entonces, ese poeta mayor que es El Indio
Naborí, quien a pesar de habernos dicho el 30 de diciembre del 2005
su inexorable adiós, está celebrando con ferviente "salud" sus 90
años de existencia.
Entre
las hermosas jornadas que se han dispuesto por estos días para
homenajearlo, cuenta el espacio Fe de Vida, conducido por Aitana
Alberti, que tuvo lugar en el Centro Dulce María Loynaz, donde la
presentación del poemario de diez sonetos, Una parte consciente
del crepúsculo (Colección Sur), a cargo de Virgilio López Lemus,
y la proyección del documental Sigo empeñado en decir, del
realizador Jorge Aguirre, fueron suficientes votos para constatar
que la vida de los poetas queda eternamente atrapada en su poesía,
latiendo más fuerte cuando sus versos repican desde las voces que
los veneran.
Imágenes, poemas bien escogidos para la ocasión, y la presencia
de sus hijos Fidel, Jesús y Alba, a los que un día pidió ser fieles
a sus nombres, consiguieron traer muy cerca al niño que fue Orta
Ruiz, deambulando por su natal finca Los Zapotes, en el actual San
Miguel del Padrón; reencontrarlo de la mano del amor eterno por Cuba
y por aquella mujer que "lo encendió" y con la que compartió toda su
vida, Eloína Pérez; estimarlo en su condición de padre de familia,
estampa notoria de una buena parte de su obra; y admirarlo en el
ocaso luminoso de su vida en la que, aun habiendo perdido la vista,
miró hondo el recorrido de los años transitados y lamentó, plegado
de estoico optimismo, no la muerte, sino, en el caso de que así
fuera, la ausencia de memoria.
Desde el documental, el Indio hizo acto de presencia. Naborí
—epíteto que prefirió por ser los naboríes los nativos que
trabajaban la tierra, lo cual subraya la humildad que lo
caracterizó— nos contó, con esa cadencia serena y la certeza de su
palabra sencilla, su historia de luces y sombras, sus más puntuales
momentos, desde la infancia paupérrima, que quedó atrás para siempre
con el triunfo revolucionario de 1959; o la pérdida de su primer
hijo, la "fuga de su Ángel", hasta su empeño por estudiar y
superarse; su amistad con Juan Marinello, cuyas oportunas
recomendaciones lo hicieron incursionar también en la poesía
escrita, y el amor incondicional a su familia.
Del cuidado extremo con que trabajó el verso, de sus sonetos
creados para el más exquisito goce de la poesía, de las temáticas
que más lo obsesionaron como la vida, el tiempo, la muerte y la
memoria; de la perfecta condición de hacedor de textos incluidos en
la más rigurosa antología cubana que pueda hacerse, del artista
consumado en cuyas piezas creativas no falta ni sobra una palabra,
ofreció sus referencias López Lemus, quien también incluyó en sus
elogios ese rol esencial de Orta Ruiz al hacer poesía social, en la
que, para conseguir el verdadero valor lírico, es preciso "ser muy
sincero y creer mucho en lo que se dice".
Considerado el primer poeta popular cubano —aunque también lo
fuera de la alta cultura—, válidas de destacar son esas primiciales
aristas que evocan al Premio Nacional de Literatura 1995, como el
improvisador cuyas controversias con figuras de la talla de Adolfo
Alfonso y Justo Vega, fueron capaces de movilizar estadios repletos
de personas, para presenciar los espectáculos poéticos más
concurridos que en la historia de la Isla hayan acaecido.
"He escrito varios libros de poesía, pero miento si digo que
estoy contento con las cosas que he escrito. Creo que me falta mucho
por decir", alegó el poeta invadiendo la sala desde la silueta del
audiovisual. Y después en un poema que alguien leyó: "me queda poco
tiempo de palabra".
Si su obra, como es un hecho, se resiste al olvido, si la memoria
que temió perder se multiplica en su Isla amada cada vez que se le
menciona o se le lee, Naborí cuenta, para vivir entre nosotros, con
todo el tiempo del mundo.
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la puerta del Partido