Allegro cantabile por Pavarotti

PEDRO DE LA HOZ

 foto: Yander ZamoraLa memoria de Luciano Pavarotti desembarcó en La Habana por obra y gracia de la devoción de uno de sus discípulos, el tenor italiano Dario Balzanelli, quien ha echado ancla en la capital cubana, y convenció a un grupo de artistas de la Isla a apropiarse de una de las virtudes encarnadas por el ídolo de Módena: cantar entre amigos.

Esa, la misión del arte compartido por encima de las etiquetas que suelen calificar a los usos musicales, fue la premisa del espectáculo El hombre que emocionó al mundo, que tuvo lugar en la sala Covarrubias del Teatro Nacional, con los apoyos del Ministerio de Cultura y la embajada de Italia en Cuba.

Como se sabe, Pavarotti se involucró vivamente con la canción, ya fuera la ópera o los tradicionales aires napolitanos, ya fuera la balada romántica o el rock, sin que en el diálogo con artistas de diversas culturas en aquellos conciertos multitudinarios cediera ni un ápice en su perfil lírico de tenor.

Fiel a ese legado, Balzanelli armó un espectáculo exultante y agradecido, con empaque elegante y a la vez fluido, en el que prevaleció la sobriedad en el diseño de luces y sonido —excepto en la psicodelia tecnológica que acompañó la ejecución de Las margaritas—, en la concepción del vestuario (Alina Núñez), en la inserción de coreografías (Liliet Rivera y Habana Compás Dance) y en la conducción del propio Balzanelli, ganado por la emoción, pero comunicativo y cordial, todo ello debidamente organizado por la producción general a cargo de Félix López y la dirección artística del maestro Eduardo Díaz.

Quizás este haya sido el momento de valorar en su justa dimensión lo que representó para la música cubana el hecho de que en uno de los conciertos Pavarotti y sus amigos Augusto Enríquez estuviera presente. Ahora, en plena madurez expresiva, Augusto revivió la interpretación de Guitarra romana con el divo, amén de estrenar una canción dedicada al tenor por Enriquito Núñez.

Balzanelli confrontó el universo del pop cubano con al menos dos momentos destacables por parte de Laritza Bacallao y sobre todo de David Blanco. Desplegó buen canto y ejecución escénica en el muy logrado cuadro de La chica de Ipanema (Moraes–Jobim), junto a las muchachas de Sexto Sentido y alcanzó las cotas más altas al entregar el Ave María, de Schubert, reinventar el Caruso, de Lucio Dalla, con Augusto (mérito enorme el del maestro Frank Fernández al superar los tópicos del mero acompañamiento para devenir sujeto creador) y alternar con los muy prometedores tenores Sabed Mohamed y Ramón Centeno en los estándares italianos con los que Pavarotti tanto disfrutaba.

Entre los aportes adicionales —por descontado el impacto de Frank con su Zapateo por derecho— el brillo mayor lo acaparó el saxofonista Michel Herrera en la ejecución de Las margaritas, tema convertido en clásico por Irakere, replanteado virtuosamente por el joven instrumentista arropado por la excelente orquestación de Joaquín Betancourt.

Este, en buena medida, fue uno de los héroes de la jornada, al atemperar su jazz band a una orquesta de cuerdas y plantear arreglos convincentes y por momentos sorpresivos.

Al final, al entonar todos los participantes en el espectáculo el Nessun dorma, del Turandot, de Puccini, la coda la puso Pavarotti con el recuerdo de su voz en una grabación. Hermosa manera de decir quién era el gran protagonista de la noche.

 

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