La
memoria de Luciano Pavarotti desembarcó en La Habana por obra y
gracia de la devoción de uno de sus discípulos, el tenor italiano
Dario Balzanelli, quien ha echado ancla en la capital cubana, y
convenció a un grupo de artistas de la Isla a apropiarse de una de
las virtudes encarnadas por el ídolo de Módena: cantar entre amigos.
Esa, la misión del arte compartido por encima de las etiquetas
que suelen calificar a los usos musicales, fue la premisa del
espectáculo El hombre que emocionó al mundo, que tuvo lugar en la
sala Covarrubias del Teatro Nacional, con los apoyos del Ministerio
de Cultura y la embajada de Italia en Cuba.
Como se sabe, Pavarotti se involucró vivamente con la canción, ya
fuera la ópera o los tradicionales aires napolitanos, ya fuera la
balada romántica o el rock, sin que en el diálogo con artistas de
diversas culturas en aquellos conciertos multitudinarios cediera ni
un ápice en su perfil lírico de tenor.
Fiel a ese legado, Balzanelli armó un espectáculo exultante y
agradecido, con empaque elegante y a la vez fluido, en el que
prevaleció la sobriedad en el diseño de luces y sonido —excepto en
la psicodelia tecnológica que acompañó la ejecución de Las
margaritas—, en la concepción del vestuario (Alina Núñez), en la
inserción de coreografías (Liliet Rivera y Habana Compás Dance) y en
la conducción del propio Balzanelli, ganado por la emoción, pero
comunicativo y cordial, todo ello debidamente organizado por la
producción general a cargo de Félix López y la dirección artística
del maestro Eduardo Díaz.
Quizás este haya sido el momento de valorar en su justa dimensión
lo que representó para la música cubana el hecho de que en uno de
los conciertos Pavarotti y sus amigos Augusto Enríquez estuviera
presente. Ahora, en plena madurez expresiva, Augusto revivió la
interpretación de Guitarra romana con el divo, amén de
estrenar una canción dedicada al tenor por Enriquito Núñez.
Balzanelli confrontó el universo del pop cubano con al menos dos
momentos destacables por parte de Laritza Bacallao y sobre todo de
David Blanco. Desplegó buen canto y ejecución escénica en el muy
logrado cuadro de La chica de Ipanema (Moraes–Jobim), junto a
las muchachas de Sexto Sentido y alcanzó las cotas más altas al
entregar el Ave María, de Schubert, reinventar el Caruso,
de Lucio Dalla, con Augusto (mérito enorme el del maestro Frank
Fernández al superar los tópicos del mero acompañamiento para
devenir sujeto creador) y alternar con los muy prometedores tenores
Sabed Mohamed y Ramón Centeno en los estándares italianos con los
que Pavarotti tanto disfrutaba.
Entre los aportes adicionales —por descontado el impacto de Frank
con su Zapateo por derecho— el brillo mayor lo acaparó el
saxofonista Michel Herrera en la ejecución de Las margaritas,
tema convertido en clásico por Irakere, replanteado virtuosamente
por el joven instrumentista arropado por la excelente orquestación
de Joaquín Betancourt.
Este, en buena medida, fue uno de los héroes de la jornada, al
atemperar su jazz band a una orquesta de cuerdas y plantear
arreglos convincentes y por momentos sorpresivos.
Al final, al entonar todos los participantes en el espectáculo el
Nessun dorma, del Turandot, de Puccini, la coda la
puso Pavarotti con el recuerdo de su voz en una grabación. Hermosa
manera de decir quién era el gran protagonista de la noche.