Los
días resultan propicios para recordar un filme sobre Cuba realizado
por Hollywood en 1956.
La primera voz la dieron emigrados cubanos residentes en Estados
Unidos: "por aquí están exhibiendo una película de la Warner que es
un atentado a la identidad cubana".
Y
los que llegaban de allá no ocultaban el agravio: se titula
Santiago y es una burla a la Guerra de Independencia, a Martí y
a Maceo. Como si fuera poco, su argumento había sido recogido por la
editorial Dell Publishing House, de Nueva York, para ser distribuido
en millones de "muñequitos" (como se decía entonces) que circulaban
alegremente por los estados de la Unión y que, traducidos al
español, invadirían la América Latina (como finalmente ocurrió).
El José Martí de Santiago (Gordon Douglas) es un viejo
calvo y de vientre cervecero adornado por una banda roja. Vive en
¡1998! bajo la sombra acogedora de un palacio en Haití y de él
irradia una inconfundible imagen de vividor. Ligerito de palabras,
contrata los servicios de un contrabandista norteamericano (Alan
Ladd) para que transporte un cargamento de armas a la provincia de
Oriente. El "Maceo" que lo recibirá (también viviendo en 1998) es un
soldado de aspecto siniestro y bigotillo a lo David Niven, que viste
un uniforme de general, similar al del Ejército Confederado en la
Guerra de Secesión. Antes, como carta de presentación, el Martí de
la Warner Brothers le ha dicho al cowboy que Maceo "ha matado a dos
mil soldados españoles con sus propias manos".
Hay una cubana de lúbrica presencia (Rosana Podestá) que le pasa
una platita a "Martí" y que luego (no podía ser de otra manera) se
enamora del cowboy contrabandista. Y, al igual que en otros filmes
de Hollywood, la muchacha porta una mantilla española como máxima
expresión de cubanía.
Alan Ladd, encartonado y mal actor, era por aquellos días uno de
los símbolos del cowboy cinematográfico y revólver 45 en mano
liquida, junto con sus muchachos, la guarnición de un fuerte
español, luego de entrar con un vapor fluvial por un río que se
sitúa en la punta de Maisí y que semejando un Mississippi atraviesa
la provincia de este a oeste.
Solo de oír lo que contaban los testigos que habían visto
Santiago en los Estados Unidos, cientos de maestros escribieron
a los periódicos solicitando que el filme no fuera exhibido en Cuba
y entidades culturales exigieron al gobierno que planteara
oficialmente a Estados Unidos la necesidad de que retirara semejante
dislate de las pantallas estadounidenses y, además, impidiera su
difusión internacional.
Estalló la polémica en los periódicos y algunos de ellos,
conocidos por las influencias gubernamentales que entintaban sus
máquinas, comenzaron a decir que quienes criticaban la película
"simpatizaban con el oro de Moscú".
Ya la primera piedra la había tirado Míster Guss, director de The
Havana Post, quien, considerándose un náufrago en una isla de
traidores, gritó desde las páginas de su diario: ¡comunistas!,
¡comunistas!
El embajador Gardner, en sus gestiones con Washington, logró que
se trajera a La Habana una copia de Santiago y se exhibió en
función privada para demostrar "sus buenas intenciones". Acudieron
los ministros de Estado y Gobernación, senadores y representantes,
periodistas y hasta algún que otro sargento político "colao" para si
era necesario gritar y armar atmósfera.
Se proyectada en inglés, es decir, sin "los letreritos". La
inmensa mayoría no conocía el idioma, pero como era de poco gusto
reconocerlo, todos afirmaron haberlo entendido todo.