Nicolás
Guillén, quien naciera un día como hoy hace 110 años, constituye
figura angular de la poesía continental del siglo XX; crea un
estilo, ejerce una influencia, hace añicos las barreras entre lo
llamado culto y popular, e inaugura etapas dentro del género en
Cuba.
A lo poético lleva, con inusual desborde, todo un rosario de
facetas sociales abordadas con anterioridad. De esta guisa, o de
emparentadas inquietudes, son obras clásicas de la etapa
prerrevolucionaria como Elegía a Jesús Menéndez o La
paloma de vuelo popular, escrita en 1958, un año antes del
acontecimiento social tan aguardado por sí.
El camagüeyano franquea un nuevo periodo de la poesía insular en
1930, mediante Motivos de Son. Un año después, ya está
escrito su Sóngoro Cosongo, donde concentra y da dimensión
universal a figuras populares a la manera de Papá Montero, la mujer
de Antonio o Quirino.
Posteriormente aparecerían títulos harto trascendentes dentro de
su currículo del cariz de Tengo, El gran zoo, El
diario que a diario, La rueda dentada o Prosa de prisa.
Durante el batistato marcha al exilio, hasta que definitivamente ve
el colofón de una idea y un anhelo vitales a través del proceso
revolucionario.
Su ejecutoria es vasta, diversa y de múltiples resonancias.
Denotadora de su madeja de raigalidades, amores, ilusiones y los
numerosos afluentes de su caudal intelectual.
Conceptuarlo entonces solamente como "poeta social" no pasaría de
una adscripción confesa a una limitada perspectiva de su obra
poética. ¿Dónde colocar, pues, su formidable lírica amorosa o sus
indagaciones sobre el folclor, las señas y la naturaleza de una
cubanía bruñida como el sable cuidado por su abuelo blanco o el
machete guardado por su abuelo negro?
No en balde, como sostiene Armando Hart en un valioso ensayo
sobre el Poeta Nacional, "él mismo en su persona era una síntesis de
la cubanía, de ese cruce maravilloso que se dio no solo en nuestra
Patria, sino en lo que culturalmente llamamos Caribe".
Acerca de la persona, dicen los que lo conocieron que era tímido,
pero que tenía una especial facilidad para disimularlo tras una
imagen a veces temeraria. Todos sus biógrafos coinciden en señalar
que nunca, bajo ninguna circunstancia, dejó de escribir. Las ráfagas
de tareas y misiones desprendidas de su fuerte compromiso político
con la causa de la Revolución no entorpecieron nunca su consorcio
con la mesa y la hoja en blanco.
Presidió Nicolás la Unión de Artistas y Escritores de Cuba, fue
miembro del Comité Central del Partido, diputado a la Asamblea
Nacional del Poder Popular y gran amigo del Comandante en Jefe.
Habitante sin marcha del séptimo mes, julio no solo lo vio llegar
al mundo —un 10 de 1902—, sino también despedirse, un 17, en 1989.
Convendría sobremanera que las jóvenes generaciones de cubanos lo
conocieran mejor. Leerlo, saborear su pensamiento no sería solamente
antídoto apropiado contra los productos seudoculturales, sino la
manera de indagar en los resortes activadores de nuestra identidad,
descifrar mejor el santo y seña de cuánto somos.