El
19 de mayo de 1895, cayó en combate en Dos Ríos, el Apóstol José
Martí, de cara al Sol, como había vivido, y como había profetizado
en sus Versos sencillos. Delegado del Partido Revolucionario
Cubano que él había fundado en 1892, recién nombrado Mayor General
del Ejército Mambí, era sobre todo el alma de la Revolución y el más
extraordinario pensador de esta parte doliente del continente que él
llamó con justeza política Nuestra América.
Hombre forjado en la lucha, prefirió el cumplimiento de un
sagrado deber social, el hilo transparente del arroyo de la Sierra,
la mano curtida del tabaquero patriótico y descabezó antagonismos,
limó asperezas para lograr esa unidad que pedía tan firme como la
plata en las raíces de Los Andes.
Su carta inconclusa al hermano mexicano Manuel Mercado es su
testamento político visionario: "ya estoy todos los días en peligro
de dar mi vida por mi país y por mi deber—puesto que lo entiendo y
tengo ánimos con qué realizarlo— de impedir a tiempo con
la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los
Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras
de América. Cuanto hice hasta hoy, y haré, es para eso".
Su caída llenó de tristeza a curtidos y bisoños combatientes
cubanos aquella mañana. Pero de una tristeza peleadora, activa,
insurrecta. Grande fue la pérdida, mas la guerra necesaria no se
detuvo, y si bien la canallesca intervención de los imperialistas
yankis lastró el proceso natural de la nación, no logró frustrarlo
por siempre. Por muchos caminos y de modos diversos la lucha
continuó, haciendo bueno el aserto martiano de que un pueblo que
entra en Revolución continúa su misión hasta que la corona. Y ese
ideario, asumido y salvado por numerosos patriotas sinceros,
resurgió entero en el Moncada.
Cuando Fidel proclamó que José Martí era el autor intelectual de
aquella acción heroica, una llama imbatible iluminó su centenario.