La Cumbre de las Américas realizada en Cartagena dejó al
descubierto de nuevo las diferencias políticas entre Estados Unidos
y América Latina, que obstruyeron innecesariamente el diálogo entre
nuestro país y el resto de América.
Por un lado, la presión de los países latinoamericanos para que
se permita la participación de Cuba en futuras cumbres, iniciativa a
la que se opusieron Estados Unidos y Canadá, impidió que al final de
la reunión se diera una declaración de objetivos en común.
Puede que tal resolución no sea tan importante en sí —¿cuántos
objetivos no se quedan eternamente sin cumplir?— pero lo que no
puede seguir ocurriendo es que Cuba sea la eterna manzana de la
discordia, sobretodo porque, esté o no en la Cumbre, afecta en poco
o nada lo que ocurre en estas reuniones y mucho menos lo que ocurra
en Cuba. Todos sabemos que la postura de Estados Unidos tiene que
ver con su política doméstica electoral y más específicamente con el
electorado de Florida.
Por otro lado, si Estados Unidos insiste en oponerse a cualquier
alternativa a la sangrienta guerra contra las drogas, incluyendo la
legalización —un tema del que ya se está hablando en Guatemala y
Colombia, entre otros—, entonces el país debe estar dispuesto a
ofrecer toda la ayuda necesaria a la región para combatir el
narcotráfico, cosa que con la actual situación presupuestaria se
vuelve más difícil.
Estos puntos de contención dañan las relaciones con América
Latina en un momento en que la región está creciendo económicamente
y atrayendo inversiones. La relación de Estados Unidos con sus
vecinos debería ser mucho más productiva y, aparte de los posibles
acuerdos económicos, se deberían tocar más temas cruciales como
inmigración, que siempre está prácticamente vetado en las
conversaciones.
Es obvio que Estados Unidos está perdiendo terreno y autoridad
moral en la región y que los "chicos" latinoamericanos ya están
creciendo y se están yendo de casa.