Elegía de los zapaticos blancos,
del poeta Jesús Orta Ruiz, El Indio Naborí. Con ese aliento poético,
propio de las personas humildes, narra en síntesis algunos pasajes
de la odisea que enlutó a su familia.
"A pesar del largo tiempo transcurrido, no hay un solo día que no
piense en mi madre y abrace la absurda ilusión de verla viva."
Al evocar detalles de Juliana, nombre de la mujer que le dio
vida, expresa que tenía apenas 40 años de edad cuando la mataron.
"Mamá era una mujer muy cariñosa y no solamente con sus hijos. Le
gustaba cantar décimas y lo hacía de lo más bonito. Infelizmente, la
última imagen que conservo de ella es ya cuando estaba herida de
muerte por la metralla de un avión mercenario B-26. Mi papá le había
puesto una sábana que le tapaba el corte de la cintura; entonces el
viento levantó la sábana y lo vi¼ "
La Flor Carbonera, la de los pies descalzos, vive aún en
Soplillar, un pequeño caserío cenaguero, donde actualmente residen
unas 100 familias y donde también nacieron sus hijos. Sigue siendo
una mujer humilde y que nunca ha querido abandonar ese pedazo de
tierra, flanqueada de monte.
Frecuentemente, la acompaña su prima Haydée, vecina también de
Soplillar, y quien hace medio siglo vivía en un humilde bohío donde
Fidel decidió cenar con los carboneros un 24 de diciembre junto a
Celia Sánchez, Antonio Núñez Jiménez y otros revolucionarios.
"Otros quizás hubieran deseado irse bien lejos de este lugar. Yo,
sin embargo, el día que salga de aquí, creo que me muero. Prefiero
vivir en este sitio sin saber muy bien el porqué. Me siento un poco
hija del monte."
Al referirse a la leyenda de los zapaticos blancos, una historia
plasmada con belleza y ternura por El Indio Naborí, rescata de la
memoria los sentimientos de la niña cenaguera que fue.
"En mis pocos viajes a Jagüey Grande, veía a algunas niñas con
zapatos bonitos y siempre quise tener un par, eso sí, que fueran
blancos. A mi mamá no le parecía de buen juicio algo así en un lugar
tan agreste, pero finalmente me los compró por los primeros días de
abril de 1961. Creo que me los puse una sola vez aquí en Soplillar;
los cuidaba muchísimo para que no se estropearan.
"Yo, con solo 13 años, no tenía la menor idea de lo que era una
invasión. Por eso, cuando mi papá llegó a la casa y dijo que
recogiéramos lo necesario, que debíamos abandonar la casa, me
emocioné y recogí mis zapaticos blancos; era la ocasión que había
estaba esperando para ponérmelos, pensé en mi inocencia."
Luego narra ese episodio demasiado severo, que enlutó a su
familia por siempre y arruinó sus anhelados zapatos.
"Ante la insistencia de que había que salir de la Ciénaga,
subimos al camión mi mamá, mis dos abuelas, mi papá, mi hermano
mayor que iba manejando, el más chiquito, una cuñada, los dos niños
de ellos y una primita. Yo iba sentada sobre una caja de madera y
llevaba cargado a mi sobrino de seis meses.
"Vimos un avión que venía muy bajito, casi rozando la carretera.
El avión comenzó a disparar y fue mi mamá la primera en caer. A mi
abuela una bala la hirió en la columna y quedó inválida. A mi
hermano le atravesaron una pierna y un brazo. Por un momento pensé
que a mi mamá podíamos salvarla. Le pregunté si estaba herida. Ella
alzó el brazo y quiso tocarme, pero fue en vano."
Otros inocentes civiles también fueron víctimas de los bombardeos
y la metralla de los mercenarios. Eran pobladores de la Ciénaga de
Zapata a quienes la invasión sorprendió en la tradicional quietud de
ese lugar.
"Si existieran los milagros, yo pediría solo uno: retroceder en
el tiempo y, junto a mi mamá, emprender juntas esta verdadera
quimera que ha sido la Revolución, siempre aquí en Soplillar, donde
estuvieron y seguirán estando mis más profundas razones de vivir."
Exactamente por esos motivos, inspirados en la obra
revolucionaria que ha visto consolidarse en su amada Ciénaga,
Nemesia declaró ante los delgados del Sexto Congreso estar siempre
lista para seguir defendiendo la libertad y la justicia en nuestra
tierra.