En
un santiamén, como era de esperar, las fotos de la poderosa dama
captadas en la noche cartagenera de sábado a domingo —Hillary
Clinton secundó a su presidente Barack Obama en la Cumbre de las
Américas— dieron la vuelta al mundo, entre signos de admiración de
unos y acerbas críticas de otros. Entre los primeros, los cronistas
del corazón, eufóricos ante lo que llaman la edad dorada de una
mujer de 63 años que se dio el lujo de distenderse un rato, tomar a
pico de botella una cerveza Águila y tirar un pasillo rumboso. En la
acera de enfrente, los dardos de no pocos analistas políticos
hicieron diana en lo que consideran un gesto frívolo de alguien que
precisamente no cumplió con lo que podía esperarse de su desempeño,
en una Cumbre donde los enviados de Washington desoyeron
olímpicamente los reclamos de la mayoría.
Mírese bajo cualquier prisma, lo que más llama la atención, sin
embargo, es el sitio elegido para la pachanga. Porque no puede pasar
inadvertida la tremenda paradoja de que haya ido a desfogarse a una
discoteca llamada Havana, cuando tanto su jefe como ella dedicaron
las jornadas colombianas a atrincherarse en desgastados tópicos
anticubanos.
A tono con esto último, hubo quien aventuró otra tesis: a la
Clinton le gusta la guaracha y el mambo, sí señor, cómo no, pero a
la "floridoamericana". Por eso quiere bailar en Havana (sic) y no en
La Habana.