La crisis financiera europea no terminó, acaba de comenzar. En el
largo plazo, la tragedia griega aparecerá como un episodio menor. No
es difícil comprender el origen de la crisis, aunque es sorpresivo
por qué una de las regiones más ricas del mundo y una referencia
global para el crecimiento con equidad social se está suicidando al
adoptar medidas de austeridad que profundizan la crisis.
La Unión Monetaria Europea (EMU, por sus siglas en inglés) nació
de un diseño político francés que pretendía atar para siempre el
destino de la Alemania posunificación a Europa occidental. De otro
modo, la nueva Alemania hubiera mirado hacia el este, como lo hizo
de todas formas al convertirse en el eje manufacturero de Europa del
este, hacia donde descentralizó sus producciones de menor valor
agregado. Al participar de la EMU, Italia y otros países apuntaron a
importar la disciplina fiscal, monetaria y laboral alemana.
Los economistas de Estados Unidos alertaron a los europeos que la
EMU no era un "área monetaria óptima", ya que era muy heterogénea en
términos económicos, culturales y lingüísticos. Las elites europeas
lo vieron como una conspiración norteamericana para impedir el
nacimiento de una nueva divisa internacional. Sea lo que fuera, lo
que sucedió entre 1999 y 2008 es una historia conocida. La
liberalización financiera y la fijación del tipo de cambio generaron
enormes flujos financieros desde el "núcleo" europeo —Alemania,
Holanda, Austria y Finlandia— hacia la "periferia"
—fundamentalmente, España, Grecia e Irlanda—. Estrictamente, Francia
e Italia no pertenecen a ninguno de los grupos, la industria
manufacturera italiana se ubica segunda solo por detrás de Alemania
y esto evidencia las diferencias entre Italia y España. Los flujos
de capitales produjeron un boom de la construcción en Irlanda y
España e impulsaron el despilfarro del gobierno en Grecia. Esto
condujo a un efímero crecimiento en esos países, acompañado por una
inflación relativamente elevada y la consecuente pérdida de
competitividad. Las cuentas externas se volvieron negativas y
acumularon un enorme caudal de deuda, principalmente con Alemania.
Asimétricamente, desde fines de la década del 90, bajo el
gobierno social-demócrata del canciller Schroeder, Alemania adoptó
una política mercantilista de moderación salarial y fiscal junto con
la flexibilización laboral. Por un lado, comprimía la demanda
doméstica y la inflación y, por el otro lado, financiaba la demanda
agregada en la periferia. Esto se convirtió en la desembocadura del
modelo de crecimiento alemán basado en las exportaciones.
El único problema es que la periferia acumuló enormes cantidades
de deuda externa sin tener la capacidad para, eventualmente,
terminar con los desbalances devaluando sus monedas, como hizo
Argentina en el 2002 o Italia en 1992, luego de los desequilibrios
creados por el Sistema Monetario Europeo en los 80. A fines del
2009, los mercados financieros comenzaron a dudar de la solvencia de
las economías periféricas. La crisis golpeó a Grecia, Irlanda,
Portugal en el 2010 y a la tercera y cuarta economía de la EMU,
España e Italia en el 2011. Como consecuencia de la caída en los
ingresos fiscales y el rescate público del sector bancario en países
como Irlanda y España, los problemas de deuda privada se
convirtieron en un problema de deuda pública.
La respuesta europea ha sido caracterizada históricamente por ser
sistemáticamente "muy chica, muy tarde". Los fondos de emergencia
europeos fueron concebidos para evitar el default de los
gobiernos periféricos. Sin embargo, hay un inconveniente: una parte
significativa de esos recursos viene de los mismos países que
necesitan el financiamiento, un círculo vicioso. Contra el deseo de
Alemania, el Banco Central Europeo (BCE) tuvo una tímida
intervención para sostener las deudas soberanas periféricas, pero
solo lo suficiente para evitar el colapso de la EMU y no para
mantener en niveles sostenibles las tasas de interés sobre esas
deudas (los dos miembros alemanes del directorio del BCE renunciaron
en protesta durante el 2011).
Los alemanes se oponen a que el BCE actúe como prestamista de
última instancia para los países y bancos, la principal razón por la
cual fueron creados los bancos centrales. La idea de un banco
central que coopere democráticamente con la política fiscal fue
parte de la reciente reforma del Banco Central argentino. Pero los
líderes alemanes, los gobernantes demócrata-cristianos y la
oposición socialdemócrata, comparten, consciente o
inconscientemente, un diagnóstico errado de la crisis europea. En
nombre de un inexistente peligro inflacionario, rechazan el accionar
firme del BCE para calmar a los mercados al actuar como el máximo
garante/protector de las deudas periféricas. Es más, Alemania impuso
medidas de austeridad fiscal sobre la periferia argumentando que el
derroche fiscal es el responsable de la crisis.
El resultado es una situación económica y social en deterioro.
Alemania espera sobrevivir, a pesar de la caída de los mercados
periféricos europeos, mirando hacia las economías emergentes. La
única acción efectiva fue tomada en diciembre pasado por el titular
del BCE, Mario Draghi, nuevamente con la oposición alemana, al
prestarle a los bancos europeos un billón de euros por tres años a
una tasa de uno por ciento, con la expectativa de que una parte se
utilice para sostener las deudas soberanas. Esa operación sirvió
como alivio de corto plazo, pero ahora los bancos tienen más bonos
de deuda, una situación nada tranquilizadora dado que las causas que
generaron la crisis siguen presentes.
Los países europeos están en un escenario kafkiano: locos si se
quedan, locos si se van. Por un lado, el quiebre de la Eurozona
devastará al sistema financiero global, dado que cualquier país
endeudado entrará en default al mismo tiempo. Por otro lado,
Alemania se opone a la solución más razonable: permitir que el BCE
sostenga la deuda europea, impulsar la demanda interna alemana
permitiendo que los salarios y el gasto fiscal aumenten, implementar
un enorme Plan Marshall europeo para la periferia emitiendo
eurobonos.
Este es el triste final de una linda historia europea de
construcción de una sociedad justa y eficiente. Tal vez, cuando las
cosas empeoren, incluso para los alemanes, el fracaso de la
austeridad lleve a medidas más progresivas. Sin embargo, eso no
compensará el sufrimiento innecesario que imponen las políticas
vigentes sobre millones de europeos. La presión de Estados Unidos y
las economías emergentes para que Alemania asuma un liderazgo
regional y global y no se comporte como Suiza serían de gran ayuda.