La
absurda muerte de Theo Angelopoulos, atropellado por una motocicleta
la pasada semana mientras buscaba en Atenas locaciones para su
próximo filme, hace que el mundo del cine pierda a uno de sus
autores más significativos de las últimas décadas, un poeta que
muchas veces desde el pesimismo y sin trámites con la
comercialización, trató de llevar un soplo de esperanza a la
humanidad.
Tenía 76 años Angelopoulos y su filme ––ya con actores
designados–– llevaría por título El otro mar, una reflexión
acerca de la crisis global del capitalismo que estrangula a su
Grecia natal.
Grecia fue su obsesión y una y otra vez la llevó a las pantallas,
como reflexión crítica, desde que en los años sesenta la junta
militar fascista que dominaba el país cerró el periódico
izquierdista donde trabajaba como crítico cinematográfico, oficio
que le dio el primer impulso para perfilar una carrera signada por
una impronta de cine de autor.
El cineasta y teórico fue capaz de encontrar las vías más
disímiles para expresar en alegorías sus preocupaciones acerca del
mundo moderno. Sus filmes son un muestrario de la utilización del
llamado tiempo muerto, el plano secuencia y la alteración del eje
cronológico aplicados a pequeñas historias con proyecciones
universales, y al igual que otros buenos cineastas negados a
someterse a los imperativos del dinero que patrocina en aras del
puro comercio, tuvo que tragar más de un buche amargo en la búsqueda
de financiación.
Casi nunca el sol o los días esplendorosos aparecían en las
películas de Angelopoulos y era más bien la bruma la que dominaba el
estado ambiental de sus historias. Así sucede en dos de sus filmes
más impactantes, Paisaje en la niebla (1988) y La mirada
de Ulises (1995), acerca de la guerra de los Balcanes y con un
magnífico Harvey Keitel asumiendo el papel de un Ulises moderno que
trata de explicarse el mundo de crímenes y absurdos que se hunde en
torno a él.
Se podía estar o no de acuerdo con la estética de Angelopoulos
––premiado varias veces en los Festivales de Cannes y Venecia, entre
otros––, pero desde que en 1975 presentó la hoy considerada su obra
maestra, El viaje de los comediantes, el griego ingresó en el
selecto grupo de los directores que necesariamente cualquier amante
del cine no podía dejar de ver.
Hasta el último momento estuvo insistiendo Angelopoulos en la
necesidad del ser humano de educarse y de estar bien informado. Y
revisando varias de sus entrevistas no es difícil encontrarse con un
pensamiento reiterado: que en las escuelas se vea cine, se hable
de cine, se enseñe a ver cine.
No porque el Olimpo le quedara cerca, en su Grecia querida, ya
debe estar instalado en él.