Crónica de un espectador

El conspirador

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT

En materia jurídica, aduciendo razones de seguridad nacional, el altar de la venganza está lleno de casos deleznable, nos parece decir Robert Redford en El conspirador (2011), la última película dirigida por él y que al reconstruir con minuciosidad un hecho histórico acaecido hace 150 años, obliga a pensar en situaciones muy similares por las que transita hoy Estados Unidos.

Afincada en una excelente reconstrucción de época, El conspirador se centra en el juicio de ocho personas acusadas de participar en una conjura para asesinar al presidente Abraham Lincoln, al vicepresidente de la Nación y al secretario de Estado. Entre ellos está una mujer, Mary Surrat, dueña de la pensión donde se reunían los complotados dirigidos por el actor John Wilkes Booth, fiel seguidor de la causa confederada y encargado de disparar sobre Lincoln en el teatro Ford. A la Guerra de Secesión solo le queda un soplo para llegar a su fin, el Norte ya es victorioso y uno de sus héroes, el capitán y abogado Frederick Aiken, es llamado para defender ¡a una sureña!

Desbordada de implicaciones políticas, militares e ideológicas, se aprecia una objetividad extrema en la narración de El conspirador. Si en su filme anterior a este, Leones por cordero, Redford perdía eficacia en su trama de ficción a causa de un exceso verboso y demasiado localizado acerca del papel de los soldados norteamericanos en la guerra de Afganistán, ahora se apoya en "el hecho puro" para narrar los trasfondos de un magnicidio y los pretextos que utilizó el gobierno de Washington con tal de manejar la Constitución a su antojo.

Ante la similitud aplastante de los desafueros de entonces ("la ley es muda en tiempo de guerra", dirá un personaje) con los métodos utilizados en el presente para conducir las leyes de la nación por los caminos que más convengan a Washington, no se necesitan subrayados contemporáneos: salta a la vista el síndrome del miedo aupado ante el terrorismo para hacer y deshacer sin ofrecer explicaciones, el escamoteo de los derechos civiles, las torturas de la base Guantánamo y otros sitio de represión y ––necesariamente para un espectador nuestro–– el proceso (otra vez la venganza) tan paradójico como falsario seguido contra cinco cubanos presos por luchar contra el terrorismo.

Ya antes de iniciarse el juicio contra Mary Surrat no interesa conocer a los ejecutores del proceso si es inocente o culpable. Hay que llevarla a la horca de todas formas como gesto aleccionador de una nación que, desde las cenizas de la guerra, va en camino de hacerse todopoderosa. Y ante ese suceder de testigos amedrentados, pruebas falsas, amenazas y tratamiento a la prisionera como si fuera una bestia para que denuncie al hijo complotado en fuga, el abogado unionista ––también extorsionado hasta el punto de perder novia, amigos y carrera–– comprende que los generales (sus generales) que rigen el proceso legal no están allí en nombre de la ley, sino para ejercer una venganza que, estiman ellos, necesita el país en ese momento.

¿Flechas desde la historia disparadas hacia el presente?

Robert Redford fue explícito ante la pregunta de si sus ideas políticas prevalecieron a la hora de tratar el tema del asesinato de Lincoln: "en este caso tuve cierta bendición, porque no fue necesario hacer nada. Todo estaba planteado por los hechos históricos. A lo mejor, en otras películas anteriores, pude haber forzado algún punto, políticamente hablando. Pero esta vez, no fue necesario. La historia tiene una serie de vueltas. Nos vamos repitiendo. Ahora mismo, vivimos en una confusa condición, con ansiedades y miedo. Y lo mismo pasó ciento cincuenta años atrás. Pero la historia siempre se repite. Yo no tuve que buscar ninguna propaganda o ciertos aspectos políticos. Ya estaban ahí y el público se encargará de sacar sus propias conclusiones".

Lógico que el espectador sienta indignación ante lo que está viendo, no importa que los hechos se deriven de algo tan espantoso como el asesinato de Lincoln. Pero director y guionista tienen el cuidado de no influir en la balanza emocional y, en tal sentido, y siempre fiel a la objetividad, el contexto histórico que despliegan (guerra, odio, necesidad de unificar el país) es lo suficiente claro para explicarse ––que no justificarse–– desde el punto de vista de los dominantes, el abuso de poder y corrupción de que hizo gala el Departamento de Defensa, con su voluntarioso Secretario al frente.

Como realizador, Redford acude a un estilo clásico para contar, pero muy efectivo dentro de la línea de esos filmes que tienen un amplio sostén dramático en escenas del juicio. El espectador se siente observador y a la vez juez de unos hechos que se conocen, pero no lo suficiente. Y ya se sabe que no pocas veces los matices resultan lo mejor en la explicación de un conflicto. Las actuaciones son buenas, en especial la de Robin Wright (ya sin el Penn) en el papel de Mary Surrat, un desempeño que, una vez más, la coloca entre lo mejor del cine norteamericano.

En cuanto a Frederick Aiken, el abogado de la Surrat, decepcionado por las leyes de su país, dejó de ejercer y saltó al periodismo donde, todo parece indicar, no le fue mal.

 

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