Si bien es cierto que las técnicas narrativas y cinematográficas
han evolucionado al paso del tiempo, y una vanguardia creativa se
ocupa de que la literatura y el arte sigan explorando otras
dimensiones del disfrute estético, lo cierto es que el producto
machacado por las grandes industrias sigue dominando los mercados
internacionales.
Leía hace días una lista de los libros más exitosos
económicamente del último año y en ella resaltaban autores como
James Patterson, quien con ¡diez obras publicadas en solo 12 meses!
se había echado en el bolsillo 84 millones de dólares.
Confieso no haber leído ninguno de los thriller psicológicos de
Patterson, lo que impide opinar en cuanto a la calidad de sus
textos, pero quien haya escrito al menos una carta amorosa debe
imaginar que parir diez novelas en un año es casi un tema de ciencia
ficción.
La lista de marras está dominada casi por entero por escritores
norteamericanos y aunque figura un autor de probada calidad como
Stephen King (y lo ha demostrado saliéndose a ratos de sus
recurrentes temas de terror), lo predominante en todos ellos es la
fantasía, el misterio, el crimen y la habilidad para generar
secuelas que terminan siendo llevadas al cine, o a la televisión,
suma coronación del éxito económico en el campo de la literatura.
Entre las mujeres, Stephenie Meyer es un caso muy particular con
su serie Crepúsculo, ya que la autora, en cierto momento,
llegó a representar el 15 % de todos los libros vendidos en los
Estados Unidos.
La Meyer recurrió al viejo método del folletín por entregas para
contar una historia juvenil de vampiros sedientos de sangre y creó
un verdadero fenómeno de ansiedades colectivas, muy inteligentemente
trabajado por el marketing internacional.
Respeto a los que aprecien tanto los libros de la Meyer como los
filmes de ellos derivados, pero por más que me empeño en descubrirle
algo diferente a esas películas, las encuentro tan vacuas como
ridículas.
La propaganda y los resortes extrartísticos resultan
fundamentales en el inflado artificial de ciertos productos. Se
explota tanto el símbolo sexual que representa el actor-vampiro de
Crepúsculo, como el sentimiento de "inferioridad intelectual"
si no se corre a comprar la última secuela literaria, o
cinematográfica, de un asunto del que todos hablan y están a la
expectativa.
Los ganchos para atrapar el interés del consumidor en la llamada
industria cultural son múltiples.
El pasado año Sylvester Stallone dirigió y actuó en un filme
titulado Los mercenarios. Un bodrio, según opinión de la
crítica seria, pero un bodrio que recaudó cerca de 200 millones de
dólares, gracias a que logró reunir a varios actores vinculados con
el cine de violencia de los años ochenta, toda una operación de
nostalgia que ponía en un mismo bando a viejos antagonistas.
No importa la connotación moral que trae implícito el término
mercenarios. Allí se podía ver a Stallone, Bruce Willis, a Dolph
Lundgren y hasta Arnold Schwarzenegger en una rápida aparición.
Pero faltaban símbolos, gritaron los que corrieron a pagar.
De ahí que Stallone acabe de anunciar la segunda parte de Los
mercenarios con la intervención, esta vez sí, de los que
faltaban: Chuck Norris, Jean-Claude Van Damme y Steven Segal.
Actores más que mediocres, se sabe.
Pero intrascendente la valoración para aquellos que se
rencontrarán, al cabo de los años, con los famosos que les
fabricaron.