Contrario al rey Midas, hay quienes todo lo que tocan lo manchan
y corroen mediante prácticas nocivas que intentan introducir y
legitimar en detrimento de las aspiraciones de crecimiento material
y espiritual de una sociedad que, como nunca antes, se ha propuesto
alcanzar la mayor cantidad de justicia en el menor tiempo posible.
Reparten
lo que no es suyo, medran con la propiedad social, disponen
indebidamente de productos y servicios bajo su responsabilidad,
falsifican documentos oficiales, desvían recursos y sostienen un
nivel de vida por encima de lo que aportan.
Lo peor radica tanto en la ramificación de círculos de
complicidad —aunque los hay, es muy difícil que actúen en solitario,
casi siempre se rodean de individuos de similares perfiles—, como en
el clima de permisividad, indolencia e intocabilidad que suelen
fomentar en su entorno.
Todo esto tiene un nombre: corrupción. Y sus comisores merecen un
solo calificativo: corruptos.
Se dirá que es una plaga mundial. En el sistema global
prevaleciente, donde impera el individualismo, el egoísmo, la
avaricia, el afán de lucro, el vale todo y el sálvese quien pueda,
es una enfermedad endémica. A las páginas de los diarios y las
pantallas de las televisoras solo llegan los megaescándalos de los
ejecutivos de las corporaciones y los políticos más encumbrados. Las
otras, las corruptelas consuetudinarias, forman parte de los
mecanismos intrínsecos del funcionamiento social.
Pero en nuestro caso no puede haber el menor resquicio para tales
prácticas. Aquí no cabe la teoría de distinguir entre peces gordos y
pequeños. Vengan de donde vengan son irremisiblemente ajenas a la
naturaleza de nuestra ética ciudadana.
Ciertamente, aquí no alcanzan, como en otras latitudes, una
dimensión epidémica. De ser así habríamos dejado sencillamente de
existir. Pero un caso aquí, otro allá, un tercero acullá y otro y
otro más, van minando el tejido social y pueden derivar hacia un
pernicioso efecto contaminante hasta llegar al punto en que tantas
conquistas, tantos esfuerzos, tantos sacrificios, tantas esperanzas
se echen por la borda.
No ha sido por falta de advertencias. El 17 de noviembre de 2005,
en la Universidad de La Habana, Fidel señaló cómo únicamente
nosotros mismos podríamos autodestruir nuestra obra y alertó: "En
esta batalla contra vicios no habrá tregua (... ) y nosotros
apelaremos al honor de cada sector. De algo estamos seguros: de que
en cada ser humano hay una alta dosis de vergüenza. (... ) Crítica y
autocrítica, es muy correcto, eso no existía; pero si vamos a dar la
batalla, hay que usar proyectiles de más calibre; hay que ir a la
crítica y la autocrítica en el aula, en el núcleo, y después fuera
del núcleo, después en el municipio, después en el país".
No valen, por tanto, paliativos ni contemplaciones.
Nuestra sociedad, en los momentos actuales, puede y debe encarar
con éxito esa problemática. En reiteradas oportunidades el General
de Ejército Raúl Castro ha sido preciso al abordar el tema. En una
de ellas, durante el seminario nacional preparatorio del proceso de
discusión de los Lineamientos Económicos y Sociales del VI Congreso
del Partido, expresó sin cortapisas que "debíamos ser estrictos en
el combate a la corrupción; hay que evitar la impunidad, que es el
peor de los delitos".
Acciones preventivas y legales se han puesto en marcha y abarcan
desde el fortalecimiento del control interno de las entidades y la
profundización de las verificaciones fiscales hasta el trabajo que
viene desarrollando desde su creación la Contraloría General de la
República.
Pero resulta insustituible la acción cotidiana. La prédica es
necesaria, sí, mas insuficiente. En cada colectivo laboral y en el
seno de nuestras comunidades se impone ventilar y tomar medidas, de
manera puntual, sin tremendismo pero con transparencia y
determinación, ante la más mínima señal. La invulnerabilidad de
nuestro sistema político y social depende también de nuestra
responsabilidad ética.
La corrupción es hoy otro de los principales enemigos de la
nación, es contrarrevolución.