El discurso del rey

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Fabricada con equilibrio dentro de los cánones de un cine comercial empeñado en no aparentarlo y que busca combinar emotividad y humor a partir de una de esas historias de superación que tanto gustan, El discurso del rey es una cinta atractiva, pero magnificada en premios, entre ellos el Oscar a la mejor película, en un año en que no había para mucho.

Incluso los efectismos desgranados a lo largo de una trama estirada y con detectables puntos muertos, remiten a un cine de claro regusto monárquico, al uso desde tiempos fundacionales del cinematógrafo.

Efectismos que no significan golpes bajos del melodrama, y en tal sentido hay que agradecerles a los realizadores que en la relación tirante-amigable entre el que sería futuro monarca del Reino Unido, Jorge VI (Colin Firth), y su logopeda (Geoffrey Rush), no se abulten los hechos reales, o se llegue al extremo de ponderar curas totales que históricamente no fueron (fallecido en 1952, a la edad de 57 años, el rey Jorge VI no dejó de presentar problemas con el habla, aunque sí tuvo progresos significativos gracias a los métodos aplicados por su pintoresco entrenador fónico).

Amparado en una dramaturgia convencional, de las que apuestan al seguro en cuanto a capturar el interés del mayor número de espectadores, El discurso del rey se ubica en un momento importante en la historia del Reino Unido, los preámbulos de la II Guerra Mundial, con un sucesor al trono, un rey casi de estreno, que debe ofrecer a la población un convincente discurso de unión y combatividad frente a la acometida nazi.

El director Tom Hooper recrea con excelente reconstrucción los hechos y personalidades de la época, escoge lo que le parece más útil al desarrollo de su personaje principal, y evita el polémico asunto de la simpatía que en sus inicios había despertado el régimen nazi en parte de la nobleza inglesa, en especial Eduardo VIII, que luego de reinar durante un año abdicó en favor de su hermano para poder casarse con una norteamericana divorciada, un asunto que hizo correr ríos de tinta, y no solo en lo concerniente al romance plebeyo, sino también porque después de 1936 quedaron expuestos a la luz pública los apegos del que luego fuera duque de Windsor a la filosofía nazi, algo que en 1996 el gobierno británico reconoció sin cortapisas.

Partiendo de la Historia como proyección indispensable de la anécdota, El discurso del rey se centra en el drama de un hombre y la compasión que despierta por la incapacidad física que le impide proyectar la imagen de un soberano total, seguro de sí mismo, como se supone fueron todos aquellos que lo antecedieron en la silla real.

Ese drama particular y las emociones que en torno a él se tejen vienen a suplir el ritmo, a ratos demasiado bajo, de la narración.

Se sabe del gusto de los llamados académicos de Hollywood por premiar personajes con defectos físicos ––y la lista es larga––, pero lo cierto es que Colin Firth, como un rey tartamudo, es mucho más que eso, además de que la suya es una incapacidad a medias, con matices dictados por agobios de la existencia, y por lo tanto su Jorge VI demandaba un desempeño extra que sin duda el actor fue capaz de ofrecer. El siempre fabuloso Geoffrey Rush —cómo olvidarlo en aquella interpretación del marqués de Sade–– está muy bien, pero a ratos al excéntrico personaje le faltan definiciones, no por cuenta de él, sino del guión.

Hay que ver El discurso del rey y disfrutarla sin perder de vista que está punteada de detectables fórmulas (bien manejadas, eso sí) para triunfar.

Pero es muy probable que al paso del tiempo sea recordada como una cinta agradable, académicamente convencional, y no mucho más.

 

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