Fabricada con equilibrio dentro de los cánones de un cine
comercial empeñado en no aparentarlo y que busca combinar emotividad
y humor a partir de una de esas historias de superación que tanto
gustan, El discurso del rey es una cinta atractiva, pero
magnificada en premios, entre ellos el Oscar a la mejor película, en
un año en que no había para mucho.
Incluso
los efectismos desgranados a lo largo de una trama estirada y con
detectables puntos muertos, remiten a un cine de claro regusto
monárquico, al uso desde tiempos fundacionales del cinematógrafo.
Efectismos que no significan golpes bajos del melodrama, y en tal
sentido hay que agradecerles a los realizadores que en la relación
tirante-amigable entre el que sería futuro monarca del Reino Unido,
Jorge VI (Colin Firth), y su logopeda (Geoffrey Rush), no se abulten
los hechos reales, o se llegue al extremo de ponderar curas totales
que históricamente no fueron (fallecido en 1952, a la edad de 57
años, el rey Jorge VI no dejó de presentar problemas con el habla,
aunque sí tuvo progresos significativos gracias a los métodos
aplicados por su pintoresco entrenador fónico).
Amparado en una dramaturgia convencional, de las que apuestan al
seguro en cuanto a capturar el interés del mayor número de
espectadores, El discurso del rey se ubica en un momento
importante en la historia del Reino Unido, los preámbulos de la II
Guerra Mundial, con un sucesor al trono, un rey casi de estreno, que
debe ofrecer a la población un convincente discurso de unión y
combatividad frente a la acometida nazi.
El director Tom Hooper recrea con excelente reconstrucción los
hechos y personalidades de la época, escoge lo que le parece más
útil al desarrollo de su personaje principal, y evita el polémico
asunto de la simpatía que en sus inicios había despertado el régimen
nazi en parte de la nobleza inglesa, en especial Eduardo VIII, que
luego de reinar durante un año abdicó en favor de su hermano para
poder casarse con una norteamericana divorciada, un asunto que hizo
correr ríos de tinta, y no solo en lo concerniente al romance
plebeyo, sino también porque después de 1936 quedaron expuestos a la
luz pública los apegos del que luego fuera duque de Windsor a la
filosofía nazi, algo que en 1996 el gobierno británico reconoció sin
cortapisas.
Partiendo de la Historia como proyección indispensable de la
anécdota, El discurso del rey se centra en el drama de un
hombre y la compasión que despierta por la incapacidad física que le
impide proyectar la imagen de un soberano total, seguro de sí mismo,
como se supone fueron todos aquellos que lo antecedieron en la silla
real.
Ese drama particular y las emociones que en torno a él se tejen
vienen a suplir el ritmo, a ratos demasiado bajo, de la narración.
Se sabe del gusto de los llamados académicos de Hollywood por
premiar personajes con defectos físicos ––y la lista es larga––,
pero lo cierto es que Colin Firth, como un rey tartamudo, es mucho
más que eso, además de que la suya es una incapacidad a medias, con
matices dictados por agobios de la existencia, y por lo tanto su
Jorge VI demandaba un desempeño extra que sin duda el actor fue
capaz de ofrecer. El siempre fabuloso Geoffrey Rush —cómo olvidarlo
en aquella interpretación del marqués de Sade–– está muy bien, pero
a ratos al excéntrico personaje le faltan definiciones, no por
cuenta de él, sino del guión.
Hay que ver El discurso del rey y disfrutarla sin perder
de vista que está punteada de detectables fórmulas (bien manejadas,
eso sí) para triunfar.
Pero es muy probable que al paso del tiempo sea recordada como
una cinta agradable, académicamente convencional, y no mucho más.