Si
en la pintura cubana del último medio siglo, alguien puede
adscribirse con tenacidad y sin desviaciones en una permanente
estación lírica, ese es Ernesto García Peña.
Instructor de arte entre los primeros graduados por la
Revolución, perteneciente a la promoción que coronó la década de los
60 en la Escuela Nacional de Arte, este creador matancero exhibió
desde muy temprano excepcionales dotes para el dibujo y se entregó
al dominio del oficio del grabado. Ambas vertientes tributan a una
escalada mayor en su peripecia artística, la de una pintura de
consistentes resultados.
Como antecedente en el panorama artístico de la isla se nos
presentan los casos de Carlos Enríquez y el de Servando Cabrera
Moreno de las habaneras y los torsos. García Peña ha continuado la
ruta de la representación de los cuerpos que expresan la belleza
interior de tal forma que son capaces de incendiar la atmósfera con
el fuego de los sentimientos.
Pero si en algún momento esas metáforas visuales llevaban sobre
sí el peso entre la ansiedad y la conquista, el pintor parece haber
echado a un lado todo elemento conflictual para ofrecernos, como lo
hace ahora con Traslúcidos deseos (La Acacia, 2011), la
quintaesencia de la evocación lírica.
Su colega, y también poeta y crítico Pedro de Oráa lo resume en
una frase: "Estamos, al fin, ante la imagen del cuerpo liberado de
toda retórica, incluso la más codiciosa: la erótica". En la
ingravidez de las composiciones de García Peña no hay, sin embargo,
edulcoración. Es la sinceridad de la revelación temática, la
consecuencia entre el idea y la forma, lo que le da una muy especial
connotación a la serie pictórica.
El artista nos plantea una disyuntiva: o lo tomas o lo dejas. Son
muchos los motivos para la elección afirmativa. En estos tiempos, la
poesía visual de Ernesto García Peña gratifica el espíritu.