Un paseo por Roma es un paseo por la historia. Al llegar por
primera vez —hace más de 20 años —, el locuaz taxista que me recogió
en el aeropuerto sentenció: "No se vaya sin ir al Vaticano, mirar el
Coliseo y sentarse a refrescar en la Fontana de Trevi".
Dispuesto a cumplir su recomendación, al otro día encaminé mis
pasos hacia el Vaticano. Traspasé la entrada, custodiada por los
guardias suizos, amparado en una credencial de prensa que proclamaba
el acceso gratis a todos los museos de la ciudad.
El
Museo Vaticano resguarda tesoros escultóricos de inmenso valor.
Pero el encargado de cobrar por el acceso me aclaró: "Usted no
está en Italia, este es otro país". Me había olvidado que la Santa
Sede es un miniestado, el más pequeño del mundo. Y, por supuesto,
tuve que pagar.
Valió la pena. El Vaticano guarda celosamente muchos de los
tesoros más valiosos del mundo. Enormes salones, uno a continuación
de otro, con libros enormes, voluminosos, una colección única de
coronas engastadas en joyas de todos los colores, esculturas, bellos
jarrones de fina porcelana.
Pero lo mejor estaba por venir. Sin darme cuenta entré en un
salón de aproximadamente 40 metros de largo y un techo alto, quizás
unos 20 metros. Era la Capilla Sixtina. Cientos de personas mirando
hacia arriba, todas boquiabiertas. Asombro. Solo un genio como
Miguel Ángel pudo pintar maravillas como La Creación de Adán
y El Juicio Final. A pesar de que en aquellos momentos
todavía estaba en proceso de restauración para quitar la pátina de
grasa, humedad y humo que opacaban el conjunto pictórico, la
impresión fue inolvidable.
Doble
solución para el calor y la buenaventura: la Fontana de Trevi.
Después, rumbo al Coliseo. De nada vale haberlo visto una y otra
vez en películas y documentales. Es un gigante, una sobrecogedora
mole de piedra resistida a desaparecer a pesar de veinte siglos de
sucesos y desventuras, convertido una vez en refugio, después en
fábrica, sede de una orden religiosa, fortaleza, cantera. Un símbolo
de la ciudad, la Torre Eiffel romana.
Al entrar, la arena parece pequeña. Después, luego de subir
escalones hasta llegar a su punto más alto, cambié de opinión: es
grande, espaciosa. En su momento de mayor esplendor, en el Coliseo
cabían 50 000 personas, que podía vaciarse en poco más de cinco
minutos gracias a su diseño. Una excepcional obra de arquitectura.
Al salir, el calor de agosto arreciaba. Unos 36 grados, Roma es
tan caliente como La Habana. Un calor seco: no sudas, pero los rayos
del sol te atraviesan la piel. Por lo tanto, ir a la Fontana era una
obligación.
A la Fontana de Trevi se llega por estrechas calles laterales. Lo
toma a uno como por sorpresa, una vista a la derecha y ahí está.
Refresca solo de mirarla, es la mayor de las fuentes barrocas de
Roma y la más famosa del mundo. Contemplar su magnífica arquitectura
—Neptuno guiando a dos caballos marinos es una de las más notables
obras del conjunto—, constituye una experiencia casi mágica.
Una frase preside la Fontana: quien tire una moneda a la fuente,
vuelto de espaldas y por encima del hombro, regresa. Lo hice. Y dio
resultado. Dos veces más he vuelto a la ciudad de las siete colinas,
la de Rómulo y Remo, Roma, siempre viva... eterna.