Una ciudad

Roma

SIGFREDO BARROS
sigfredo.bs@granma.cip.cu

La ciudad de las siete colinas. La de la leyenda de Rómulo y Remo. Hoy es una atracción mundial, visitada por millones de turistas de todos los confines.

Fotos: Ricardo López HeviaColiseo Romano, construcción emblemática de la capital italiana.

Un paseo por Roma es un paseo por la historia. Al llegar por primera vez —hace más de 20 años —, el locuaz taxista que me recogió en el aeropuerto sentenció: "No se vaya sin ir al Vaticano, mirar el Coliseo y sentarse a refrescar en la Fontana de Trevi".

Dispuesto a cumplir su recomendación, al otro día encaminé mis pasos hacia el Vaticano. Traspasé la entrada, custodiada por los guardias suizos, amparado en una credencial de prensa que proclamaba el acceso gratis a todos los museos de la ciudad.

Fotos: Ricardo López HeviaEl Museo Vaticano resguarda tesoros escultóricos de inmenso valor.

Pero el encargado de cobrar por el acceso me aclaró: "Usted no está en Italia, este es otro país". Me había olvidado que la Santa Sede es un miniestado, el más pequeño del mundo. Y, por supuesto, tuve que pagar.

Valió la pena. El Vaticano guarda celosamente muchos de los tesoros más valiosos del mundo. Enormes salones, uno a continuación de otro, con libros enormes, voluminosos, una colección única de coronas engastadas en joyas de todos los colores, esculturas, bellos jarrones de fina porcelana.

Pero lo mejor estaba por venir. Sin darme cuenta entré en un salón de aproximadamente 40 metros de largo y un techo alto, quizás unos 20 metros. Era la Capilla Sixtina. Cientos de personas mirando hacia arriba, todas boquiabiertas. Asombro. Solo un genio como Miguel Ángel pudo pintar maravillas como La Creación de Adán y El Juicio Final. A pesar de que en aquellos momentos todavía estaba en proceso de restauración para quitar la pátina de grasa, humedad y humo que opacaban el conjunto pictórico, la impresión fue inolvidable.

Fotos: Ricardo López HeviaDoble solución para el calor y la buenaventura: la Fontana de Trevi.

Después, rumbo al Coliseo. De nada vale haberlo visto una y otra vez en películas y documentales. Es un gigante, una sobrecogedora mole de piedra resistida a desaparecer a pesar de veinte siglos de sucesos y desventuras, convertido una vez en refugio, después en fábrica, sede de una orden religiosa, fortaleza, cantera. Un símbolo de la ciudad, la Torre Eiffel romana.

Al entrar, la arena parece pequeña. Después, luego de subir escalones hasta llegar a su punto más alto, cambié de opinión: es grande, espaciosa. En su momento de mayor esplendor, en el Coliseo cabían 50 000 personas, que podía vaciarse en poco más de cinco minutos gracias a su diseño. Una excepcional obra de arquitectura.

Al salir, el calor de agosto arreciaba. Unos 36 grados, Roma es tan caliente como La Habana. Un calor seco: no sudas, pero los rayos del sol te atraviesan la piel. Por lo tanto, ir a la Fontana era una obligación.

A la Fontana de Trevi se llega por estrechas calles laterales. Lo toma a uno como por sorpresa, una vista a la derecha y ahí está. Refresca solo de mirarla, es la mayor de las fuentes barrocas de Roma y la más famosa del mundo. Contemplar su magnífica arquitectura —Neptuno guiando a dos caballos marinos es una de las más notables obras del conjunto—, constituye una experiencia casi mágica.

Una frase preside la Fontana: quien tire una moneda a la fuente, vuelto de espaldas y por encima del hombro, regresa. Lo hice. Y dio resultado. Dos veces más he vuelto a la ciudad de las siete colinas, la de Rómulo y Remo, Roma, siempre viva... eterna.

 

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