Todavía
lo recuerdo sentado en los jardines de la UNEAC o en sus amplios
portales. Entonces yo tenía diecisiete años y él debía andar por los
cuarenta y tantos, pero ya era una figura imprescindible para la
cultura cubana. Era el autor de ese poema extraordinario: El
ahorcado del Café Bonaparte.
Sus amigos lo llamaban El Moro, para mí siempre fue Fayad Jamís.
Un hombre un poco hosco, tal vez irascible, pero junto con Retamar,
era todo un objeto de culto para los que entonces comenzábamos a
explorar el difícil lenguaje de la poesía, pues a ellos se les daba
con una naturalidad que nos causaba una sana envidia, por el deseo
de llegar a escribir como ellos, de poder comenzar un día un texto
con un verso como aquel: Para no conocer los abismos del humo...
Lamentablemente no fue hasta finales de los ochenta, ya en la
cercanía de su muerte, que pude llegar a conocerlo mejor. El vivía
un romance con una joven poeta matancera, cuyo rastro se perdió en
las brumas del periodo especial: en aquel momento, fue mi punto de
conexión con ese ídolo de mi juventud, quien en este 2010 hubiera
podido cumplir ochenta años.
Fayad Jamís escribió algunos poemas antológicos. Entre ellos
El ahorcado..., también Vagabundo del Alba y Por esta
libertad. Este último da título a un libro merecedor del Premio
Casa de las Américas en 1962. Entonces tenía solo treinta y dos
años.
Nacido en Zacatecas, México, de padre cubano con ascendencia
árabe y madre mexicana, pasó su infancia en un pueblito espirituano,
pero fue al llegar a La Habana (ciudad a la que, por cierto, dedicó
una emotiva y entregada oda) que descubrió su vocación por la poesía
y la pintura.
Estudió en la Academia de San Alejandro durante dos años, sin
embargo, la abandonó inconforme con la rigidez de los métodos de
enseñanza de aquella escuela.
En 1954 marchó a París y, allí, donde la bohemia y la pobreza
casi lo convierten en un artista "maldito", se transformó en el
prometedor escritor y pintor que, en 1959, regresara a Cuba para
integrarse a un proceso revolucionario al que se mantuvo fiel hasta
su último aliento.
Fayad fue periodista, editor, funcionario y, sobre todo,
diplomático. A esta última tarea dedicó once años de su no tan larga
vida.
Sancti Spíritus le ha rendido homenaje por estos días, y quizás
una de las mejores ideas de los que allí se acordaron de su
cumpleaños ochenta fue repartir casa por casa ese comunicativo texto
suyo en el que se confiesa optimista a pesar de los "tantos palos"
que —él confesara— le deparó la vida.
Me alegra que se acometan algunas acciones este año para recordar
a El Moro. El relativo olvido en que ha permanecido su obra tras su
desaparición el 13 de noviembre de 1988, no se corresponde con su
importancia dentro del panorama lírico de nuestra nación.
La librería del Instituto Cubano del Libro lleva su nombre y
próximamente, al fin, después de ciertos avatares constructivos,
quedará reinaugurada en una nueva sede.
Pero me parecería más importante dar a conocer a las nuevas
generaciones los textos inmortales de Fayad Jamís. Aun cuando éste
ya no sea más que el humo tembloroso de un cigarro (...) sobre
una taza con restos de café.