Crónica de viernes

Las sillas

AMADO DEL PINO

Un artesano artista nos acaba de regalar unas sillas. Son altas, hermosas, a la vez leves y sólidas. Alberto Cabalé es lo que en buen cubano se le puede llamar un tipo buena gente, acompañado siempre de Charo y de su hermosa familia. Supo ver en la mirada de Tania la ilusión de mejorarnos la vida. Y lo logró. Ahora los muebles acompañan los cuadros de Aisar, Bejarano, Douglas, Joel Jover, Azy, Sandra, Aimée, Roberto y Chencha... en unas paredes que son de nuestros suegros y no de nosotros, entre el ruido torpe de una calle polvorienta y muchas veces amarga.

Wifredo Lam: La silla (1953), óleo sobre tela.

Pero tenemos sillas nuevas y hemos vuelto a comer juntos. Sí, porque hasta en las familias sólidas como esta de los Cordero, uno cae en la tentación de masticar frente a la televisión o ingerir casi de pie el bocado que nos mata el hambre. Cuando el bolsillo o la circunstancia lo permiten se vuelve a poner la mesa y uno la pasa bien. Lo que ya no tiene vuelta de hoja ni marcha atrás son las conversaciones, el apoyo sutil, la gracia de compartir ese rato. El llamado "núcleo familiar" debe mantenerse atento al regadío del afecto porque se corre el peligro de que —como es bien conocido en el "departamento" de matrimonios— la rutina empañe el límpido cristal del cariño.

La pequeña pantalla es una poderosa enemiga de las comidas en familia, pero no la única. La palabra prisa suele mencionarse en estos casos, aunque habría que sumarle la desidia, el olvido de las costumbres. No he sido hombre conservador y mi juventud —como la de buena parte de los cubanos de mi generación— transcurrió en becas o casas ajenas que acogieron al provinciano en busca de superación. Sin embargo, debo confesar que al centro de la cuarentena me gustan las mesas —más o menos bien servidas— con personas alrededor de un potaje, un tema, una sonrisa.

Allá en Tamarindo nos sentábamos juntos —mis padres, mi abuelo y yo— casi siempre felices en nuestros añejos taburetes y alrededor de la mesa de cedro. La vida era oscura literalmente. Aunque el campo se transformaba para bien de los más, todavía en los sesenta no había llegado la luz eléctrica. Cuando llovía el fango se abrazaba a nuestros pies como una amante lujuriosa; pero comidita sabrosa solíamos tener y mi madre plantaba la fuente de plátanos maduros fritos. Ya he aprendido que esa vianda es aliada del colesterol y otros desmanes porque la textura suave del platanito transporta grandes cantidades de grasa. Lo acepto, más no me curo de la nostalgia por esos manjares y guardo en el alma aquellos atardeceres.

Una silla es obra de arte complicada y rigurosa. No solo la salida de las manos de un virtuoso como Cabalé. Hasta la modesta, simple, que cumple sin grandes pretensiones la función de que podamos acomodarnos para el espectáculo, la cena o el debate. A la larga una silla, si es resistente, puede funcionar hasta para hacer el amor, equilibrando tal vez la cantidad de diálogos cruciales que ocurren sobre el colchón de una cama, muchas veces con el erotismo ausente o transcurrido. Bien cuidada puede servir para más de una generación y valdría la pena pensar alguna vez en el noble carpintero que dedicó gracia y sudor a que nuestros hijos y nietos hereden cierta postura ante el amanecer, las preocupaciones, o recuesten sus espaldas para rumiar nuevas esperanzas o inéditos afanes.

 

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