Nadie puede negar que la Zona Euro está enferma de sus países del
Sur; de sus debilidades estructurales y de su falta de
competitividad, pero lo que también habría que preguntarse es si no
está también enferma (y mucho más gravemente) de la estrategia
económica llevada a cabo por su motor económico: es decir, Alemania.
Hace
apenas una semana, Berlín anunció —para sorpresa de todo el mundo—
un plan de ajuste —a cuatro años— por valor de 80 millones de
millones de euros. El Presidente del Bundesbank, Axel Weber, se
mostró exultante, ya que atribuyó a dicho programa un "valor
ejemplar".
Es evidente que las referidas medidas van a obligar a sus socios
—empezando por la propia Francia— a realizar, por fin, recortes
serios —y no, meras promesas o maquillaje— en sus cuentas públicas.
Más allá del referido impacto, sin embargo, la austeridad alemana es
innecesaria pero, sobre todo, peligrosa.
Innecesaria porque los mercados no han presionado a Berlín, ya
que consideran sus títulos de deuda extremadamente seguros y con los
tipos de interés más bajos del mundo.
Peligrosa porque las medidas tomadas podrían terminar teniendo
efectos muy negativos en la recuperación económica de todos los
países europeos y, como consecuencia de ello, en el saneamiento
mismo de las finanzas públicas.
De hecho, el plan de ajuste alemán va a influir directamente en
el consumo privado, precisamente en un momento en el que París,
Washington y la mayoría de los economistas están reclamando todo lo
contrario, es decir, que el consumo privado alemán sea estimulado
con el objeto de apuntalar el crecimiento de sus vecinos.
Pero, en lugar de eso, Berlín se está enrocando y apostando —para
decirlo en términos de los expertos— por una estrategia "no
cooperativa", que lo único que demuestra es una confianza ciega en
un modelo de crecimiento basado en la competitividad, lograda por
medio del control de los costos salariales y de las exportaciones.
Eso es olvidar que —como apuntó recientemente la mismísima
ministra francesa de Economía, Christine Lagarde— dicho modelo
funcionaría solo si los demás países apostaran por impulsar su
propia demanda interior. El problema es que, por definición, no todo
el mundo puede tener beneficios colosales. Alemania, que en el 2009
decreció —en el marco de la crisis mundial— un 5%, debería ser
consciente, no solo de que su modelo de crecimiento no es un ejemplo
de perfección, sino de que, por su propio bien, el de sus socios y
el del euro, ha llegado el momento de someterlo a revisión. El plan
de ajuste demuestra, evidentemente, que sus responsables no piensan
así.
De hecho, Berlín no deja de exigir que en la Zona Euro haya una
gobernabilidad económica y a tal efecto, reclama un reforzamiento
del Pacto de Estabilidad y de las medidas disciplinarias contra los
países que lo incumplan. El problema es que la gobernabilidad
económica también pasa por una armonización de las estrategias,
sobre todo, de cara al establecimiento de unas reglas, colectivas,
del juego. Lamentablemente, ángela Merkel no parece ser tan virtuosa
en política económica europea como lo está siendo su selección, en
el mundial de fútbol de Sudáfrica.