Siempre héroe a medias, cuando no villano, la figura del portero
tiende a encarnar en tipos espasmódicos y atormentados que, habida
cuenta de su escasa habilidad para jugar el balón con los pies, son
los únicos autorizados para tocarlo en su área con las manos. Tan
solo eso bastaría ya para merecerle la compasión del público, pero
antes más bien sucede todo lo contrario. Condenado como está a mirar
el partido de lejos, la función del guardameta pasa por cumplir un
auténtico despropósito en la cancha. La de ser aguafiestas de los
partidos. Nunca estará allí para marcar goles, sino para evitar que
se hagan.
Y eso, sin que se pondere del todo su actuación. Aunque un empate
a cero pueda ser en ocasiones un tremendísimo encuentro, siempre es
rancio el sabor que deja al final. De nada sirve entonces que
ejecute un trabajo digno de Hércules dejando imbatida su valla o que
vuele como Superman para realizar mil atajadas. Jamás cargará con el
mérito de la victoria si su equipo gana y siempre será el culpable
de la derrota si falla.
Por poner un ejemplo, el 7 de abril del 2000 fallecía en un
hospital de Sao Paulo el brasileño Moacir Barbosa. ¿Que quién fue
Moacir Barbosa? Pues el mejor portero del Mundial de 1950. Murió a
los 79 años, pero en verdad hacía mucho tiempo que ya estaba muerto,
sepultado en el olvido desde aquel lejano año en que él, famoso por
evitar quién sabe cuántos goles, fue sorprendido por el disparo del
uruguayo Ghiggia que alumbró la célebre leyenda del Maracanazo.
Pasaron los años y Barbosa, que jamás volvió a sonreír, nunca fue
perdonado. En 1993, durante la concentración previa al mundial de
Estados Unidos, quiso visitar a los jugadores de la selección
auriverde para darles aliento, pero apenas puso un pie en el estadio
un miembro del cuerpo técnico espetó: "llévense de aquí a este señor
que trae mala suerte". Como él mismo comentara entonces: "En Brasil,
la pena mayor por un delito es de treinta años de cárcel. Hace 43
años que yo pago por un crimen que no cometí".
Es cierto que ha habido casos más felices como el del ruso Lev
Yashin, único portero de la historia en haber ganado el Balón de
Oro, o el del italiano Buffon, quien con su asombroso rendimiento
bajo los tres palos se ha mantenido en la elite durante la última
década. Pero ni siquiera ellos han estado exentos del vicio que
caracteriza a todo antihéroe, teniendo que recoger de vez en vez la
pelota en su arco.
No en vano también en este Mundial se ha podido observar a los
porteros en todas sus facetas, con algún error calamitoso como el
del inglés Green, o una parada estratosférica como la del hondureño
Noel Valladares ante un cabezazo sobre la línea de gol.
Ninguno de ellos, sin embargo, suscribe mejor el mérito y las
vicisitudes del portero que el estadounidense Tim Howard y el
nigeriano Vincet Enyeama. El primero, aunque no lo parezca, sufre un
desorden neurológico (síndrome de Tourette), que lo hace
tartamudear, tener tics exagerados y extraños movimientos faciales,
motivo por el cual al fichar en 2003 por el Manchester United (ahora
milita en el Everton) un tabloide inglés lo llamó "retardado".
El grandote Howard, sin embargo, no solo fue capital, junto a
Oguchi Onyewu, en el empate del once norteamericano ante la
selección inglesa (con el inefable error de bulto de su colega Green),
sino que aun jugó el segundo periodo de ese partido con una costilla
semirrota, tras recibir un entradón de Emile Heskey. Hasta ahí la
parte heroica y feliz.
El lado gris del antihéroe, en cambio, lo plasmó ayer el
nigeriano Enyeama. No solo fue otra vez el mejor jugador de su
equipo, sino que ante Grecia ofreció otro recital de paradas
marcianas. Su único error en el partido, no obstante, aportó el
segundo gol de Grecia, lo cual deja casi eliminada a Nigeria.
Suficiente para que muchos olviden ya todas sus hazañas. Justo lo
típico del perfecto antihéroe, ¿no creen?