El sol siempre es puntual

ROGELIO RIVERÓN

Hacia finales de su existencia, Fernando Pessoa manejó la idea de que la poesía con mayúsculas no busca ni siquiera la originalidad. La batalla con el pensamiento propio es ya poesía —afirmaba—, sin que haya necesidad de aguardar a que el orden se establezca en ese pensamiento. Si se mira con recelo, esa estipulación es como venir a morir en la orilla del poema, pero el gran portugués se tenía en cuenta a sí mismo, algo que le garantizaba la eficacia de un posible escribir desarreglado.

Con Moneda de a centavo, un cuaderno publicado en el 2009 por las Ediciones Mecenas de Cienfuegos, Marcial Gala (1964) se apodera de un tono comedido —aparentemente humilde— para tramar un juego a la postre peligroso: el de la perplejidad y la fijeza. A punto estoy de complicar mi propio discurso, puesto que fijeza es —para los conocedores verdaderos y para los falsos— palabra que con gusto cederíamos a José Lezama Lima, el peor enemigo de la moderación. Pero los versos de Gala, a quien se deben hasta ahora varios libros de cuento y una novela vivaz (Sentada en su verde limón, Letras Cubanas, 2004) parecen jugar a llamar la atención sobre algunas extrañezas de las que nadie sospecharía. A su manera de desplegar el discurso la llaman descarnada, aunque habría que precisar. Moneda de a centavo es algo en todo caso lacónico, una espontánea rendición de cuenta del pensamiento de quien se ha dedicado por mucho tiempo a narrar. Nos topamos así con unos modos discursivos, con textos breves que insinúan acción, pero en un plano retardado por el tiempo y también por la subjetividad.

Ejercer la poesía es un trance en el que la palabra más bien nos amenaza, nos exige un certificado de propiedad. Por abstracto que parezca el estilo es prueba de dominio, de territorio marcado. Marcial Gala bosqueja en este cuaderno una ambigüedad de fino efecto estético: la voz por la que fluyen sus versos parece como asombrada de sus propias revelaciones. Entreteje unas fábulas en las que a la postre no podrá habitar. Unas cuarenta piezas, ubicadas en dos secciones y menos de sesenta páginas, subvencionan una nostalgia en sordina y un humor tácito, condicionado por cadencias dispares. Si los personajes de sus narraciones han estado hasta ahora medio borrachos de fatalidad, los pensamientos de Moneda de a centavo llevan, por su parte, parecida carga de aceptación de aquello que se adopta a nuestro pesar. En ambos casos lo que vale es la experiencia, más una pizca de presunción.

Ese apócrifo ir al grano de Gala atenúa de alguna manera la impresión de un sujeto demasiado al tanto de lo que pudiera sucedernos. Sus breves piezas pueden ser la respuesta a mucho de lo que no vale la pena preguntarse. Pero, ¿y Fernando Pessoa? Un espejo tal vez, otra pregunta acaso.

 

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