Los buenos y los malos dirigentes obreros

[...] Un buen dirigente muchas veces es el que tiene que decir las cosas más difíciles; un buen dirigente plantea estas cuestiones y busca fórmulas que convengan a los obreros y a la nación. Un mal dirigente no se preocupa de estas cuestiones; un mal dirigente no saca cuentas, no hace cálculos, no piensa lo que es la economía de un país, no le preocupa en absoluto la realidad de que para invertir es necesario tener qué invertir [...].

[...] Al mal dirigente no le preocupa la economía de la nación. Es un ignorante, o un mal intencionado, o, cuando menos, un desorientado o un irresponsable. Y al dirigente obrero que, en una etapa revolucionaria, en un régimen revolucionario como este, no le preocupe la economía de la nación, no es un revolucionario [...].

[...] Hay un procedimiento muy fácil para simular que se es revolucionario; hay hasta una manera que pudiera llamarse simpática, de parecer revolucionario, cuando no se tiene una conciencia clara de lo que es un verdadero revolucionario, y es aparecerse defendiendo un interés de los trabajadores, un interés de tipo económico, cuando en realidad está cambiando ventajas pasajeras por fracasos futuros; que a lo mejor está defendiendo algo que parece bueno para los obreros, y sin embargo es malo; que puede ser la ruina de la institución, aunque signifique, o parezca significar, una ventaja determinada. Ese más bien es el demagogo, ese no les habla claro a los obreros, ese despierta el egoísmo, la idea egoísta de resolver los problemas pasajeramente, o de un grupo, con olvido del interés general [...].

[...] si nosotros no tenemos qué invertir, no podremos darle empleo a un solo obrero más; resuelto el problema de los que están trabajando, sin resolver, ni remotamente, el problema de los que no tienen trabajo. Luego, hay que invertir, para aumentar el empleo; hay que invertir, para desarrollar la economía de todos; hay que invertir, para progresar. Y, para invertir, es necesario que haya costeabilidad; y si no hay costeabilidad no hay inversión, sin inversión no hay progreso, sino paralización. Luego, cada obrero debe preocuparse si es costeable ese centro, porque ese centro no pertenece a la empresa tal o más cual extranjera, ese centro no pertenece a un interés privado, ese centro pertenece a su economía, ese centro pertenece al pueblo, el dueño de ese centro es el pueblo, lo que se invierte en ese centro se invierte para el pueblo [...]

Los dirigentes que no entiendan esas realidades, pueden engañar a los obreros una parte del tiempo, pero no podrán engañar todo el tiempo a los obreros. Los dirigentes que practican esa política de olvido a los grandes intereses de la clase y de la nación, ¡a la larga irán siendo relegados como corresponde a los demagogos y a los falsos dirigentes en un proceso revolucionario! Porque lo que vale en una revolución son las grandes verdades, lo que vale en una revolución no es el interés de un día, sino el interés futuro, el interés eterno de los trabajadores; lo que vale en una revolución no es lo más cómodo, sino, muchas veces, lo más difícil [...].

(Fragmentos del discurso pronunciado por el Comandante en Jefe Fidel Castro en la asamblea de los trabajadores en el teatro Blanquita (hoy Karl Marx), La Habana, 15 de junio de 1960).

 

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