Roberto Valera, desquite y fruición

PEDRO DE LA HOZ
pedro.hg@granma.cip.cu

 Foto: Jorge Luis GonzálezEn la más reciente estación de la temporada sinfónica, el maestro Roberto Valera no subió al podio, en el proscenio del teatro Amadeo Roldán, para estrenar o hacer escuchar una obra suya —afortunadamente lo contamos entre los más adelantados y raigales compositores cubanos contemporáneos—, ni para defender desde la práctica los criterios estéticos con los que ha contribuido a articular las tendencias de vanguardia con la más legítima solera tropical.

Pienso que quiso matarse el gusto de ejecutar músicas que lo acompañan desde siempre. O mejor dicho, confrontar con el público su particular modo de entender y degustar lenguajes troncales en el crecimiento del panorama sonoro europeo de los siglos XIX y XX. Porque salvo la Sinfonía traviesa, de su coetáneo Calixto Álvarez, pieza de inspiración martiana encargada por el Instituto Cubano de la Música que hizo bien en desempolvar, el grueso del programa transitó desde Mozart a Ravel, con Beethoven incluido.

Valera se las entendió primeramente con la obertura Coroliano, de Beethoven, introducción a la ópera homónima que rebasa con creces el canon de este tipo de composición que suele preludiar las representaciones escénicas musicales. El carácter dramático y la expresión romántica afloraron equilibradamente en la ejecución de la Orquesta Sinfónica Nacional.

Si Beethoven es retador, mucho más se nos antoja Mozart desde una de sus partituras más populares: la Sinfonía no. 40. Son tantas las versiones y las recreaciones de su primer movimiento que a veces se olvida que los tres restantes responden a una unidad, en la que se refleja la madurez del estilo clásico mozartiano. La lectura de Valera fue rigurosa en la transmisión de las claves que hacen de esta sinfonía una página para todos los tiempos: los llamativos contrastes rítmico-melódicos del Molto Allegro, la luminosidad evocativa del Andante, el virtuosismo contrapuntístico en la concepción del Minueto, y la dinámica sorprendente del Finale.

Para no pocos estudiosos, La Valse, de Maurice Ravel, es un ejemplo supremo de su maestría como compositor, sus conceptos innovadores y su peculiar arquitectura orquestal. Pero, cuidado, pues su exuberancia puede conducir a excesos. Sin restarle un ápice de fuerza al crecimiento de la masa sonora, Valera evitó todo posible desbordamiento y nos ofreció una interpretación de emociones poderosas pero comedidas.

 

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