Un actor desnudo

Omar Valiño

Como en el 2005, en que vio la luz Santa Cecilia, Abilio Estévez, convoca nuevamente a Carlos Díaz y a Osvaldo Doimeadiós sobre un escenario. Se trata ahora de Josefina la viajera, cuya temporada a cargo de Teatro El Público se desarrolla en la sala Adolfo Llauradó.

Este baile de máscaras, tiene como protagonista a Josefina Beauharnais, cubana oriental de ascendencia francesa, de aquella aristocracia cafetalera que escapó de la revolución haitiana a principios del XIX. Ella dice tener 120 años con 103 de marcha, desde que a los 17 abandonó la propiedad familiar para aventurarse a La Habana, adonde nunca llegó, pero es destino que la obsesiona y la persigue siempre.

Foto: Martha VecinoJosefina, el personaje, se mueve entre cierta abstracción en su relieve y las especificidades de un ser real aunque nacido de la ficción. Si lo primero limita en cierto sentido su eficacia, sirve al mismo tiempo para hacer andar a Josefina por un cúmulo de experiencias que son las de muchos personajes a la vez.

Carlos Díaz, con su don de convertir lo que toca en teatro, coloca a Josefina en medio de un juego de espejos que tiene, cuando menos, dos referentes: el prostíbulo donde ejerció en New Orleans y las visiones que asedian a la protagonista desde la superficie del azogue. Dialoga de continuo con ella misma mediante su alter ego. A los espejos, el director suma roles que encarnan esas visitaciones del personaje. Contenidas imágenes cuyo mejor provecho es el movimiento otorgado a la escena y la ayudantía que despliegan en función de Doimeadiós.

Todo es hermoso y eficaz: trajes, objetos, maquillajes, orfebrería, banda sonora y luces. Firmados por reconocidos profesionales de nuestras tablas, construyen una atmósfera plena, al centro de la cual resplandece el actor. El actor Osvaldo Doimeadiós. No importa lo vistan y desvistan, él se sabe desnudo. No teme al exhibir un cuerpo nunca superdotado, pero que a fuerza de un rigor sempiterno —y de una larga y densa inversión de trabajo y talento propios y en torno suyo—, es un vehículo diestro para jugar a enmascararse y desenmascararse con tal de servir a los propósitos del personaje: ser ese cruce de circunstancias nacionales y universales del siglo XX que atraviesa el espectáculo.

La partitura física y vocal funciona como anclaje concreto del texto y esparce la actualización de sus significados en ese diálogo con la polis que es siempre el buen teatro. Logra texturizar la superficie del, muchas veces, bellísimo texto de Estévez, al tiempo que crea una resonancia teatral para su acento narrativo. Todavía en la etapa de construcción intrínseca a un proceso de estreno y primera temporada, el espectáculo puede ajustar tiempos e imágenes, además de revisar la superposición de finales.

Josefina la viajera es un espectáculo sobre el dolor. El conflicto del personaje enmarca el padecimiento por una larga vida en que afloran daños, intermitencias de la angustia, punzantes hechos agazapados en la memoria, nostalgias y pérdidas. Pero también es una obra sobre la capacidad imaginativa del ser humano para vivir, para otorgar densidad y riesgo a la existencia, puesto que de Josefina, al final del montaje, no sabremos más que ese nombre de pila sin apellido francés, como una transfiguración que el verdadero personaje nos muestra al concluir su historia. Una joven frente a sus jueces en el ejercicio de su derecho a contarnos un cuento. O su equivalencia: un actor con su historia y su acción frente a un público.

El culto al amor físico, el placer del viaje y el conocimiento, la fatalidad de los adioses, la interacción entre individuo e historia, la poesía como interregno y tierra de reconocimiento, la desazón del emigrante, los vasos comunicantes entre Cuba y Estados Unidos y otros mil asuntos desfilan ante un espectador conmovido, capaz de la dubitación volátil entre la agonía y la risa que provoca el alma desnuda, de urdimbre dramática y humorística, de Osvaldo Doimeadiós. Me sentí otra vez ante él, como ante Franklin Caicedo, Carlos Pérez Peña, Iben Nagel Rasmussen o Eduardo Pavlovsky, termómetros para medir la pasión, el goce y la angustia. Un excelente ejemplo para el teatro cubano.

 

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