Y lo más lindo del caso es que a ratos el director, con sus
amagos, pareciera ceder a la tentación de lo "fácil", pero no señor,
el revólver que a cada ratos aparece en una gaveta no concreta un
final trágico, ni el accidente de carretera se vincula con los
protagonistas, ni ninguno de lo tres hijos de la pareja en crisis se
ahoga en sus numerosas incursiones al mar, a pesar de ciertos
subrayados submarinos.
Es como de si Dahlia nos dijera "por aquí pudiera enrumbar la
historia, pero de eso nada, que mi reto es más complejo". Y hay que
agradecérselo, porque su entramado ubicado en los años ochenta es de
una sensibilidad e inteligencias extremas, y no solo en lo referente
al matrimonio en desintegración que pasa las vacaciones en una casa
en la playa, sino también en lo concerniente a los tres hijos y a la
manera en que ellos captan sutilezas y asumen la tormenta que se les
viene encima, en especial una muchachita de 14 años (notable debut
de Laura Neiva) atrapada igualmente en conflictos afectivos propios
de su edad.
Nada que no se sepa del asunto en sus términos más generales,
¡pero qué tino para los matices, para dar el corte escénico donde
hay que darlo, para no convertir en ruidoso espectáculo lo natural y
sensible de un drama desgarrador!
Excelentes el francés Vincent Cassel, como el padre tierno y a la
vez mujeriego, y Debora Bloch en papel de la esposa que busca en la
bebida la salida para un conflicto que ya no tiene puertas.
Los viajes del viento, de Ciro Guerra, tiene la facultad de
ir revelando una Colombia inimaginable en geografía y tradiciones si
no fuera porque el director nos la trae, en todo su esplendor, en un
viaje que emprende su protagonista para devolver un acordeón que
perteneciera al mismísimo diablo.
Esta es la leyenda de un juglar que durante años acabó con la
quinta y con los mangos y que cansado de sus andanzas debe emprender
un largo recorrido desde Majagual, Sucre, hasta Taroa, más allá del
Desierto de la Guajira. Y en el camino, toda suerte de peripecias y
personajes.
Ciro Guerra se apoya en la improvisación de unos personajes
provenientes en su mayoría del mismo medio que capta y que le
impregnan a la historia un aire de ingenuidad con el que hay que
conectarse para disfrutar, a plenitud, de esta empresa cultural
cinematográfica digna de encomio.
Y dentro del panorama internacional, siempre tan buscado junto a
las películas en competencia, vimos lo último de la española Isabel
Coixet, el denominado thriller erótico Mapa de los sonidos de
Tokio, acerca de una asesina a sueldo, la bella Rinko Kikuchi
(la de Babel), que se enamora del hombre que debe asesinar (Sergi
López).
Se dice que la Coixet le ha querido rendir homenaje al cine de
Wong Kar-Wai, pero está lejos de lograrlo. Sí narra a ratos con una
morosidad propia del cine japonés y su fotografía y banda sonora
resultan destacadas. Lo otro son intentos no cuajados, como el
erotismo que se pretende recrear en los encuentros de los
protagonistas y que no aparece por ninguna parte por culpa de la
cámara, y de la historia que no anticipa ese clima, y de la falta de
química entre el español y la japonesa, y porque nunca Sergi López,
que es un buen actor, estuvo tan "ido".
El narrador que cuenta la historia es un recurso fácil y sobra,
como sobra —por manido— el final del hombre disparando sobre la
pareja y también, por sensiblero y con ánimo de "redondear", el
cierre parlante acerca de lo que sería la vida del protagonista¼
después de concluida la película. Y ello, al tiempo que uno casi
tiene la certeza de que faltan justificaciones dramáticas para esta
historia de envoltura tan bella.