Crónicas de un espectador

A la deriva, Los viajes del viento, Mapa de los sonidos
de Tokio

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Bendito don el del arte y la literatura para volver sobre lo cien veces tratado y convertirlo en otra posibilidad de aproximaciones. Tal es el caso del filme brasileño A la deriva, de Heitor Dahlia, que a partir de un tema tan grato (y aparatoso) para las telenovelas, como el de la infidelidad conyugal, construye una historia fresca y redonda, muy lejos de lo trillado del asunto.

Mapa de los sonidos de Tokio, de la española Isabel Coixet.

Y lo más lindo del caso es que a ratos el director, con sus amagos, pareciera ceder a la tentación de lo "fácil", pero no señor, el revólver que a cada ratos aparece en una gaveta no concreta un final trágico, ni el accidente de carretera se vincula con los protagonistas, ni ninguno de lo tres hijos de la pareja en crisis se ahoga en sus numerosas incursiones al mar, a pesar de ciertos subrayados submarinos.

Es como de si Dahlia nos dijera "por aquí pudiera enrumbar la historia, pero de eso nada, que mi reto es más complejo". Y hay que agradecérselo, porque su entramado ubicado en los años ochenta es de una sensibilidad e inteligencias extremas, y no solo en lo referente al matrimonio en desintegración que pasa las vacaciones en una casa en la playa, sino también en lo concerniente a los tres hijos y a la manera en que ellos captan sutilezas y asumen la tormenta que se les viene encima, en especial una muchachita de 14 años (notable debut de Laura Neiva) atrapada igualmente en conflictos afectivos propios de su edad.

Nada que no se sepa del asunto en sus términos más generales, ¡pero qué tino para los matices, para dar el corte escénico donde hay que darlo, para no convertir en ruidoso espectáculo lo natural y sensible de un drama desgarrador!

Excelentes el francés Vincent Cassel, como el padre tierno y a la vez mujeriego, y Debora Bloch en papel de la esposa que busca en la bebida la salida para un conflicto que ya no tiene puertas.

Los viajes del viento, de Ciro Guerra, tiene la facultad de ir revelando una Colombia inimaginable en geografía y tradiciones si no fuera porque el director nos la trae, en todo su esplendor, en un viaje que emprende su protagonista para devolver un acordeón que perteneciera al mismísimo diablo.

Esta es la leyenda de un juglar que durante años acabó con la quinta y con los mangos y que cansado de sus andanzas debe emprender un largo recorrido desde Majagual, Sucre, hasta Taroa, más allá del Desierto de la Guajira. Y en el camino, toda suerte de peripecias y personajes.

Ciro Guerra se apoya en la improvisación de unos personajes provenientes en su mayoría del mismo medio que capta y que le impregnan a la historia un aire de ingenuidad con el que hay que conectarse para disfrutar, a plenitud, de esta empresa cultural cinematográfica digna de encomio.

Y dentro del panorama internacional, siempre tan buscado junto a las películas en competencia, vimos lo último de la española Isabel Coixet, el denominado thriller erótico Mapa de los sonidos de Tokio, acerca de una asesina a sueldo, la bella Rinko Kikuchi (la de Babel), que se enamora del hombre que debe asesinar (Sergi López).

Se dice que la Coixet le ha querido rendir homenaje al cine de Wong Kar-Wai, pero está lejos de lograrlo. Sí narra a ratos con una morosidad propia del cine japonés y su fotografía y banda sonora resultan destacadas. Lo otro son intentos no cuajados, como el erotismo que se pretende recrear en los encuentros de los protagonistas y que no aparece por ninguna parte por culpa de la cámara, y de la historia que no anticipa ese clima, y de la falta de química entre el español y la japonesa, y porque nunca Sergi López, que es un buen actor, estuvo tan "ido".

El narrador que cuenta la historia es un recurso fácil y sobra, como sobra —por manido— el final del hombre disparando sobre la pareja y también, por sensiblero y con ánimo de "redondear", el cierre parlante acerca de lo que sería la vida del protagonista¼ después de concluida la película. Y ello, al tiempo que uno casi tiene la certeza de que faltan justificaciones dramáticas para esta historia de envoltura tan bella.

 

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