La invención de la carne, El último verano… Hotel Atlántico

ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
rolando.pb@granma.cip.cu

Los espectadores pasivos, de esos que necesitan que se lo expliquen todo, no tienen nada que ir a buscar en La invención de la carne, cuarto largometraje del argentino Santiago Loza. A no ser que quieran dejar de ser pasivos, aceptar el reto del cine como activador de inteligencias y entrar de lleno en una aventura bastante hermética, como a lo mejor la hubiera filmado un Tarkovski curado de misticismos.

La invención de la carne, del argentino Santiago Loza.

Y evoco al ruso de forma muy seria y a partir de una impronta de espiritualidad extraviada que parece emanar de los dos personajes claves de esta historia, la prostituta y el estudiante de medicina, ambos errantes en un pacto de acompañamientos que propone el segundo, ninguno de los dos sin definir "el qué quiero" (que eso debe irlo barruntando el espectador, justo hasta el final).

Aunque las imágenes son reales, este filme lleno de silencios y con una banda sonora que capta, transforma y se hace sentir, debe asumirse en otra dimensión a la que el espectador tarda en conectarse, quizá porque el director no da las pistas suficientes, o se contiene demasiado, y al ser su personaje central un hombre de inercias y de conducta poco lógica, pues uno puede cansarse de seguirlo en ese viaje hacia una paternidad irreal que vendría a salvarlo de sus angustias.

Película compleja, llena de subjetividades y con una poética casi redonda, pero llegar a ella cuesta.

Al poco rato de estar viendo El último verano de la boyita uno no puede menos que acordase de XXY, de Lucía Puenzo, pero con otro rato más frente a la pantalla, se da cuenta de que aquí el ritmo pausado y el ambiente se observación, más que de intranquilidad dramática, prevalecen en una historia acerca de la identidad sexual del niño Mario, clásico muchacho del campo con un aparato genital femenino.

El filme llega hasta el momento en que el niño es descubierto por su amiga, una niña menor que él, de vacaciones, y que rápidamente le da cuenta a su padre, médico y dueño de la estancia donde labora la familia de Mario. Sería interesante saber qué sucede a partir de entonces con el pequeño vaquero y corredor de caballos, pero el filme se acaba, porque lo que realmente le interesa contar a la directora Julia Solomonoff, no es el escándalo que traería la revelación anatómica en un ambiente de rudos trabajadores, sino la marca que deja el hecho en la psicología de la sensible niña, a la que ha estado siguiendo desde el comienzo de la historia en su relación con los adultos y otros niños mayores que ella.

La mayor parte de los personajes no son actores, sino gente del medio, y la improvisación bien trabajada permite captar la legitimidad del entorno rural en este filme que abarca más de lo que parece.

Y veinte años después de la cautivadora y siempre recordable La hora de la estrella, regresa la brasileña Susana Amaral con Hotel Atlántico, basada en una novela de Joao Gilberto Noll. El filme sigue las peripecias de un joven actor que se lanza en una travesía por tierra dispuesto a afrontar lo que venga, una aventura que lo hará conocer las más diversas situaciones, con intento de crimen hacia su persona incluido.

La cámara en mano es una constante y la historia se deja ver con agrado, mientras uno se pregunta cuál es el propósito del hombre en su travesía y también el de su directora al seguirlo; algo que aún me sigo cuestionando después de ver Hotel Atlántico, por lo que no sería descabellado pensar que la falta de una respuesta para el personaje, la directora y el espectador era lo que se perseguía.

 

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