Y evoco al ruso de forma muy seria y a partir de una impronta de
espiritualidad extraviada que parece emanar de los dos personajes
claves de esta historia, la prostituta y el estudiante de medicina,
ambos errantes en un pacto de acompañamientos que propone el
segundo, ninguno de los dos sin definir "el qué quiero" (que eso
debe irlo barruntando el espectador, justo hasta el final).
Aunque las imágenes son reales, este filme lleno de silencios y
con una banda sonora que capta, transforma y se hace sentir, debe
asumirse en otra dimensión a la que el espectador tarda en
conectarse, quizá porque el director no da las pistas suficientes, o
se contiene demasiado, y al ser su personaje central un hombre de
inercias y de conducta poco lógica, pues uno puede cansarse de
seguirlo en ese viaje hacia una paternidad irreal que vendría a
salvarlo de sus angustias.
Película compleja, llena de subjetividades y con una poética casi
redonda, pero llegar a ella cuesta.
Al poco rato de estar viendo El último verano de la boyita
uno no puede menos que acordase de XXY, de Lucía Puenzo, pero
con otro rato más frente a la pantalla, se da cuenta de que aquí el
ritmo pausado y el ambiente se observación, más que de
intranquilidad dramática, prevalecen en una historia acerca de la
identidad sexual del niño Mario, clásico muchacho del campo con un
aparato genital femenino.
El filme llega hasta el momento en que el niño es descubierto por
su amiga, una niña menor que él, de vacaciones, y que rápidamente le
da cuenta a su padre, médico y dueño de la estancia donde labora la
familia de Mario. Sería interesante saber qué sucede a partir de
entonces con el pequeño vaquero y corredor de caballos, pero el
filme se acaba, porque lo que realmente le interesa contar a la
directora Julia Solomonoff, no es el escándalo que traería la
revelación anatómica en un ambiente de rudos trabajadores, sino la
marca que deja el hecho en la psicología de la sensible niña, a la
que ha estado siguiendo desde el comienzo de la historia en su
relación con los adultos y otros niños mayores que ella.
La mayor parte de los personajes no son actores, sino gente del
medio, y la improvisación bien trabajada permite captar la
legitimidad del entorno rural en este filme que abarca más de lo que
parece.
Y veinte años después de la cautivadora y siempre recordable
La hora de la estrella, regresa la brasileña Susana Amaral con
Hotel Atlántico, basada en una novela de Joao Gilberto Noll.
El filme sigue las peripecias de un joven actor que se lanza en una
travesía por tierra dispuesto a afrontar lo que venga, una aventura
que lo hará conocer las más diversas situaciones, con intento de
crimen hacia su persona incluido.
La cámara en mano es una constante y la historia se deja ver con
agrado, mientras uno se pregunta cuál es el propósito del hombre en
su travesía y también el de su directora al seguirlo; algo que aún
me sigo cuestionando después de ver Hotel Atlántico, por lo
que no sería descabellado pensar que la falta de una respuesta para
el personaje, la directora y el espectador era lo que se perseguía.