Vida cotidiana

El familiar acompañante

ALFONSO NACIANCENO

El primer conflicto que debemos resolver quienes vamos rumbo a la tercera edad es aceptar la inminente entrada en ese reino.

Lo esencial reside en continuar disfrutando de las cosas buenas concedidas por la vida, hallarle un sentido positivo a la existencia misma, sentirnos útiles, en lugar de renegar porque apreciamos una gradual disminución de la destreza, los reflejos y de sentidos tan esenciales como la visión y el oído.

Esa comprensión del asunto han de asumirla los que abrazan esa etapa de su paso por la Tierra y también quienes los rodean. En las actuales condiciones de la vivienda en Cuba es común (en el 2025 el 25% de nuestra población pertenecerá a la tercera edad) la convivencia de hasta tres generaciones de familiares bajo un mismo techo, pero si cada una de ellas pretende que sus conceptos y criterios prevalezcan a toda costa, será muy difícil disfrutar de una armonía hogareña.

Los más jóvenes —los hijos y los nietos— vitales, productivos, y llenos de sueños por realizar, han de tener muy presente que los abuelos no son como un mueble viejo al cual se le arrincona porque ya no aportan como en el pasado. En tanto el envejecimiento gana terreno en la naturaleza humana, mayores serán los puntos de apoyo que los descendientes debemos ofrecer a quienes durante décadas fueron el soporte e inspiración del núcleo en donde crecimos y nos desarrollamos, aunque aumenten la cantidad y calidad de los hogares de ancianos existentes hoy día, como otra opción para atender a la tercera edad.

DEDICACIÓN Y ESTRÉS

Gracias a los programas de salud, a la labor de los círculos de abuelos y al constante hincapié en la necesidad de hacer ejercicios, hoy muchos hombres y mujeres llegan a su séptima u octava décadas de vida con capacidad para valerse por sí mismos, se les ve animosos, dispuestos a compartir junto a la familia y los vecinos del barrio. En cualquier lugar de la Isla donde reside un octogenario se convierte en un símbolo para la comunidad, son dignos de admiración y respeto.

Ahora bien, cuando una persona abraza o rebasa los 90 años, la comprensión sobre sus limitaciones tiene que incrementarse. La catarata —si no se operó a tiempo— merma en buena medida su visión; también disminuyen sus posibilidades de escuchar (si se les grita pueden sentirse avasallados); reconocen el mundo que les rodea por mediación del tacto (no se les debe cambiar de lugar los muebles u otros objetos de la casa que les sirven de guía), en tanto surge con frecuencia en ellos —sin proponérselo— el desánimo, el sobrecogimiento, la aprensión, suelen pasar horas y horas retirados en su habitación, rodeados de sus íntimos recuerdos o cambiando de sitio constantemente las cosas guardadas en el escaparate.

Aquí entra a jugar muy en serio la dedicación de el o los familiares acompañantes, quienes en no pocas ocasiones alternan esta tarea con sus deberes como trabajadores. Asumen una especie de doble turno, por lo que requieren de una preparación síquica y física capaz de resistir agotadoras jornadas, sin límite en el tiempo.

Disímiles son las situaciones afrontadas en la convivencia junto a una persona de avanzada edad. Le llamarás la atención por algo hecho fuera de lugar, pero no está en condiciones de resolverlo; quizá olvide hasta el nombre de algunos de sus seres más queridos, aunque los reconozca por la voz; variará su apetito de la noche a la mañana; padecerá de insomnio o dormirá durante largas horas en el día; tendrá dificultad para hilvanar frases coherentes o mantener un diálogo, y su andar será impreciso, lento. A ello unamos que puede demostrar desinterés por el mundo circundante, lo que complica la posibilidad de mantenerlo a flote.

¿Cómo repercute esa situación en el acompañante? El estrés sostenido debido a la prolongación en el tiempo de esta responsabilidad, si no halla una válvula de escape (ejercitarse con regularidad y sentirse realizado en otros órdenes de la vida cotidiana), es el peor enemigo. La sobrecarga de preocupaciones, la ansiedad por tener todo resuelto (medicinas, alimentación, aseo, etc.), la presión sicológica por quedar bien ante el anciano, con su ética como ser humano, y no faltar a sus deberes laborales, se convierten en elementos habituales de un quehacer que no disfruta de día de asueto.

La convicción de por qué se afronta tal responsabilidad, reconforta, alimenta el espíritu y da fuerzas para seguir adelante en el deber de retribuir con el esfuerzo lo que años atrás los abuelos hicieron por nosotros. Pero a esos alicientes es imprescindible sumar una equilibrada relación trabajo-descanso y, para lograrla, en la medida de lo posible es preciso distribuir esa atención entre varios familiares. Ahí puede estar la respuesta a un tema que cada día es más frecuente en nuestros hogares.

 

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