El primer conflicto que debemos resolver quienes vamos rumbo a la
tercera edad es aceptar la inminente entrada en ese reino.
Lo esencial reside en continuar disfrutando de las cosas buenas
concedidas por la vida, hallarle un sentido positivo a la existencia
misma, sentirnos útiles, en lugar de renegar porque apreciamos una
gradual disminución de la destreza, los reflejos y de sentidos tan
esenciales como la visión y el oído.
Esa comprensión del asunto han de asumirla los que abrazan esa
etapa de su paso por la Tierra y también quienes los rodean. En las
actuales condiciones de la vivienda en Cuba es común (en el 2025 el
25% de nuestra población pertenecerá a la tercera edad) la
convivencia de hasta tres generaciones de familiares bajo un mismo
techo, pero si cada una de ellas pretende que sus conceptos y
criterios prevalezcan a toda costa, será muy difícil disfrutar de
una armonía hogareña.
Los más jóvenes —los hijos y los nietos— vitales, productivos, y
llenos de sueños por realizar, han de tener muy presente que los
abuelos no son como un mueble viejo al cual se le arrincona porque
ya no aportan como en el pasado. En tanto el envejecimiento gana
terreno en la naturaleza humana, mayores serán los puntos de apoyo
que los descendientes debemos ofrecer a quienes durante décadas
fueron el soporte e inspiración del núcleo en donde crecimos y nos
desarrollamos, aunque aumenten la cantidad y calidad de los hogares
de ancianos existentes hoy día, como otra opción para atender a la
tercera edad.
Gracias a los programas de salud, a la labor de los círculos de
abuelos y al constante hincapié en la necesidad de hacer ejercicios,
hoy muchos hombres y mujeres llegan a su séptima u octava décadas de
vida con capacidad para valerse por sí mismos, se les ve animosos,
dispuestos a compartir junto a la familia y los vecinos del barrio.
En cualquier lugar de la Isla donde reside un octogenario se
convierte en un símbolo para la comunidad, son dignos de admiración
y respeto.
Ahora bien, cuando una persona abraza o rebasa los 90 años, la
comprensión sobre sus limitaciones tiene que incrementarse. La
catarata —si no se operó a tiempo— merma en buena medida su visión;
también disminuyen sus posibilidades de escuchar (si se les grita
pueden sentirse avasallados); reconocen el mundo que les rodea por
mediación del tacto (no se les debe cambiar de lugar los muebles u
otros objetos de la casa que les sirven de guía), en tanto surge con
frecuencia en ellos —sin proponérselo— el desánimo, el
sobrecogimiento, la aprensión, suelen pasar horas y horas retirados
en su habitación, rodeados de sus íntimos recuerdos o cambiando de
sitio constantemente las cosas guardadas en el escaparate.
Aquí entra a jugar muy en serio la dedicación de el o los
familiares acompañantes, quienes en no pocas ocasiones alternan esta
tarea con sus deberes como trabajadores. Asumen una especie de doble
turno, por lo que requieren de una preparación síquica y física
capaz de resistir agotadoras jornadas, sin límite en el tiempo.
Disímiles son las situaciones afrontadas en la convivencia junto
a una persona de avanzada edad. Le llamarás la atención por algo
hecho fuera de lugar, pero no está en condiciones de resolverlo;
quizá olvide hasta el nombre de algunos de sus seres más queridos,
aunque los reconozca por la voz; variará su apetito de la noche a la
mañana; padecerá de insomnio o dormirá durante largas horas en el
día; tendrá dificultad para hilvanar frases coherentes o mantener un
diálogo, y su andar será impreciso, lento. A ello unamos que puede
demostrar desinterés por el mundo circundante, lo que complica la
posibilidad de mantenerlo a flote.
¿Cómo repercute esa situación en el acompañante? El estrés
sostenido debido a la prolongación en el tiempo de esta
responsabilidad, si no halla una válvula de escape (ejercitarse con
regularidad y sentirse realizado en otros órdenes de la vida
cotidiana), es el peor enemigo. La sobrecarga de preocupaciones, la
ansiedad por tener todo resuelto (medicinas, alimentación, aseo,
etc.), la presión sicológica por quedar bien ante el anciano, con su
ética como ser humano, y no faltar a sus deberes laborales, se
convierten en elementos habituales de un quehacer que no disfruta de
día de asueto.
La convicción de por qué se afronta tal responsabilidad,
reconforta, alimenta el espíritu y da fuerzas para seguir adelante
en el deber de retribuir con el esfuerzo lo que años atrás los
abuelos hicieron por nosotros. Pero a esos alicientes es
imprescindible sumar una equilibrada relación trabajo-descanso y,
para lograrla, en la medida de lo posible es preciso distribuir esa
atención entre varios familiares. Ahí puede estar la respuesta a un
tema que cada día es más frecuente en nuestros hogares.