Si
he de ser sincero —y he de serlo, a fuer de parecer un charlatán—,
debo admitir que Secadero, hasta ahora el último libro de
Soleida Ríos, me incita a creer que la angustiosa relación de un
poeta con el lenguaje tiene al menos dos salidas:
1. Se busca una forma de expresión que uno desearía vigorosa y en
todo caso, irrepetible.
2. Se busca simplemente estar en el lenguaje; hacerse en él un
lugar, casi seguro provisorio, pero de no menos importancia para esa
especie de sobrevida, también fugaz.
En cualquiera de los dos casos —y es mi manera caprichosa de
juzgarlo— el poeta lidia con su identidad, con su propensión a
entender y entenderse en el mundo. En el primero puede producir un
cuerpo resuelto en sí mismo, es decir, autosuficiente, al que no
dudamos en llamar poema, mientras en el segundo caso producirá
escritura, algo a lo que no tenemos que arrimar un sentido de
automatismo.
Secadero (Ediciones Unión, 2009) es, en propiedad, una
colección de textos redactados o dados a conocer entre 1993 y 2009,
un lapso tal vez suficiente para hablar de una poética, de una
ordenación más o menos visible de eso que siempre acabamos llamando
estilo. Pero penetrar a este libro en busca de estilo parecería un
gesto simplón, un gesto demasiado cursi. Al reordenar sus
testimonios —a veces sus confesiones o sus homenajes— Soleida Ríos
(Santiago de Cuba, 1950) somete su búsqueda a una tensión adicional,
como si cualquier conclusión fuera una especie de pívot hacia una
verdad que se desgasta a medida que nos aproximamos a ella.
Dice que su búsqueda empezó en una rebeldía.
Dice de una perspectiva campestre y de una manía de escribir como
terapia.
Dice que la acompaña la sed de sueños.
Y nos deja asomarnos a sus complejidades, a una esencia que se ha
ido labrando —también— a base de los libros que redacta, de los
amigos que son otra especie de canon, otro punto de fuga hacia la
necesidad de escribir. De todas formas, hubiera corrido el riesgo de
que, al agrupar sus reflexiones de años acerca de la identidad, del
existir y de la creación artística, alguien las tomara como retazos
sospechosamente inestables, o como angustia y punto, lo cual hubiera
restado fulgor a este libro. Sin embargo, las cosas aquí resultan
demasiado coherentes, como si de pronto la perseverancia pasara al
rango de categoría estética.
Uno de los mitos que la inteligencia de Soleida manipula —pues
mito e historia parecen, efectivamente, el flujo y reflujo de su
obra— es el del pájaro. En la página 41 de Secadero, una
especie de crónica nos da cuenta del pájaro Zemi, que hace crecer
las raíces y frutos de la tierra¼ y los
preserva de ser tomados por el enemigo, y que a mí me empuja al
commonplace de la semejanza con todos los poetas —con los
padres de afortunadas sinfonías, y asimismo con los tan mentados
poetas exiguos, aquellos que, según se afirma, son salvos por el
menos dificultoso de sus versos—. En más de una ocasión se alude
además al pájaro de La Bruja, que nadie había podido ver hasta un
día. Durante cuatro años perseguí al pájaro mítico queriendo
"registrarlo" en la página, explica Soleida, quien seguidamente
lo responsabiliza con su iniciación en la aventura poética. Lo peor
es que saber que un buen día la ciencia dio con el ave, acaso
tonificó aquella pesquisa, pero aún no alcanza a suspenderla. Parece
necesario seguir buscando: instaurar un pájaro del lado de acá del
pájaro.
Doce textos como un viaje necesariamente arriesgado por lo que
alguien imaginó que iba a ser la literatura. Coloreados con una
ironía capaz de sugerirnos que escribir es acaso la parte más
visible del estado de un poeta. Pues tal vez la búsqueda de
cualquier identidad consista en indagar de un modo más o menos
incansable, más o menos recóndito, a partir de una rebeldía, del
cuento sobre un pájaro intangible. Tal vez indagar —puedo intuir
leyendo estos testimonios— consiste en simplificar las preguntas
para hacer más complejas las contradicciones, pero, de cualquier
forma, el hecho de pensar el carácter propio encierra una constancia
y una ética.