Lo mismo ocurrió con dos sobrinos pequeños. "¿De qué fallecieron?
Figúrese, en aquel tiempo no se sabía".
Así, de muertes que pudieron haberse evitado, se iría poblando el
cementerio. Uno de los últimos en recibir sepultura fue el hijo de
Paulino y Mireya. Cuentan que el padre tocó a la puerta de cada uno
de los dueños de cortes madereros en busca de ayuda, pero ninguno
quiso prestarle una lancha para salir de allí.
En su desesperación, Paulino optó por hacerlo a pie. En Palma
Sola, el niño se le murió en los brazos.
Entonces los dos médicos más cercanos estaban fuera de la
península, en los poblados de Cortés y Las Martinas, a un centenar
de kilómetros. "Quien no tuviera dinero para entrar en la consulta
debía pagar con su cédula electoral", rememora Euclides Castro.
Pero antes era preciso salir de Guanahacabibes a través del mar,
cuando llegara alguna goleta a cargar el carbón, o a pie, abriéndose
paso entre el fango y el diente de perro, en una larga travesía de
varias jornadas.
Por tanto, nunca se sabrá con certeza cuántos quedaron en el
trayecto, haciendo de playa La Barca, playa el Perjuicio, playa el
Resguardo, anónimos camposantos de los que hoy no quedan vestigios.
Solo el del Cabo ha logrado sobrevivir hasta nuestros días.
Simple —porque el dinero apenas alcanzaba para los vivos, cómo se
iba a malgastar en los difuntos—, el pequeño cementerio nunca supo
de más ornamentos que los estrictamente necesarios para identificar
las tumbas. Suman cerca de una veintena las cruces sobre la arena.
Se afirma incluso que dos extranjeros, un italiano y un holandés,
yacen en él. ¿Cómo llegaron? Probablemente como la mayoría de
quienes fundaron un nuevo mundo en la soledad de Guanahacabibes:
huyendo de una deuda con la justicia, o siguiendo el derrotero de
algún tesoro.
Aún así, es muy probable que no descansen en este lugar los
restos de todos los fallecidos en el Cabo, pues la tradición oral
refiere dos sitios similares en zonas cercanas.
Eso sin contar los estragos sufridos en otra época. "Entre los
soldados del puesto de la Guardia Rural corrían historias de que
quienes estaban sepultados aquí tenían oro, y más de uno vino a
buscarlo", lamenta Euclides.
No obstante, gracias a las labores de conservación realizadas
periódicamente por los trabajadores del museo de Sandino, se ha
logrado preservar el lugar para que las personas puedan seguir
honrando la memoria de sus seres queridos.
Solo eso, porque el último entierro tuvo lugar hace cerca de
medio siglo.
El cierre del cementerio, cuando la Revolución empezaba a cambiar
la existencia de los habitantes del Cabo, fue todo un símbolo. A
partir de entonces, la península de Guanahacabibes, Parque Nacional
y Reserva de la Biosfera, es sitio de culto a la vida.
Mario Borrego, cuya historia recoge uno de tantos episodios
oscuros en el pasado de esta tierra remota, ha tenido la suerte de
una larga existencia para poderlo apreciar.
"Nadie más se nos ha muerto por falta de médico, dice. Ahora, si
hay un enfermo, una ambulancia viene desde Sandino a recogerlo; pero
antes, cuando no estaba la carretera, se llamaba a la base de San
Julián y mandaban un helicóptero. Yo lo vi varias veces, con estos
ojos que un día se tragará la tierra".