De la muerte a la vida en Guanahacabibes

Ronald Suárez Rivas

No hay indicios de que aquella tarde, cuando terminaron de sepultar a Maceo Borrego, alguien tuviera conciencia de que ningún otro difunto volvería a cruzar el umbral del cementerio.

 Fotos del autorMario Borrego recuerda que mucha gente murió en el Cabo de San Antonio sin recibir asistencia médica.

Quizá, simplemente fue una casualidad que nadie más falleciera en el Cabo de San Antonio, hasta el traslado de sus habitantes hacia dos nuevos asentamientos, en las afueras de Guanahacabibes.

A estas alturas ya nada es exacto, porque se sabe que los recuerdos terminan empañándose con el tiempo, y del entierro de Maceo Borrego han pasado más de 40 años.

Sin embargo, aunque desde esa fecha el número de cruces sobre el camposanto se mantiene inalterable, no ha faltado quien siga trayendo flores para sus muertos.

 Fotos del autorLas labores de conservación han permitido que el cementerio del Cabo de San Antonio llegue a nuestros días.

"Aquí tengo una hermana", argumenta Mario Borrego, como si cargara un compromiso hasta el último de sus días.

Todos en el Cabo conocen la historia, uno de tantos episodios sombríos en el pasado de este lugar:

"Era una niña, tenía nueve años cuando enfermó. Mi papá, un carbonero, le pidió dinero al patrón para sacarla de la península y llevársela a un médico; pero el hombre se lo negó y no pudimos salvarla."

 Fotos del autorLa geografía de Guanahacabibes era una barrera para quienes intentaban salir de la península.

Lo mismo ocurrió con dos sobrinos pequeños. "¿De qué fallecieron? Figúrese, en aquel tiempo no se sabía".

Así, de muertes que pudieron haberse evitado, se iría poblando el cementerio. Uno de los últimos en recibir sepultura fue el hijo de Paulino y Mireya. Cuentan que el padre tocó a la puerta de cada uno de los dueños de cortes madereros en busca de ayuda, pero ninguno quiso prestarle una lancha para salir de allí.

En su desesperación, Paulino optó por hacerlo a pie. En Palma Sola, el niño se le murió en los brazos.

Entonces los dos médicos más cercanos estaban fuera de la península, en los poblados de Cortés y Las Martinas, a un centenar de kilómetros. "Quien no tuviera dinero para entrar en la consulta debía pagar con su cédula electoral", rememora Euclides Castro.

Pero antes era preciso salir de Guanahacabibes a través del mar, cuando llegara alguna goleta a cargar el carbón, o a pie, abriéndose paso entre el fango y el diente de perro, en una larga travesía de varias jornadas.

Por tanto, nunca se sabrá con certeza cuántos quedaron en el trayecto, haciendo de playa La Barca, playa el Perjuicio, playa el Resguardo, anónimos camposantos de los que hoy no quedan vestigios. Solo el del Cabo ha logrado sobrevivir hasta nuestros días.

Simple —porque el dinero apenas alcanzaba para los vivos, cómo se iba a malgastar en los difuntos—, el pequeño cementerio nunca supo de más ornamentos que los estrictamente necesarios para identificar las tumbas. Suman cerca de una veintena las cruces sobre la arena.

Se afirma incluso que dos extranjeros, un italiano y un holandés, yacen en él. ¿Cómo llegaron? Probablemente como la mayoría de quienes fundaron un nuevo mundo en la soledad de Guanahacabibes: huyendo de una deuda con la justicia, o siguiendo el derrotero de algún tesoro.

Aún así, es muy probable que no descansen en este lugar los restos de todos los fallecidos en el Cabo, pues la tradición oral refiere dos sitios similares en zonas cercanas.

Eso sin contar los estragos sufridos en otra época. "Entre los soldados del puesto de la Guardia Rural corrían historias de que quienes estaban sepultados aquí tenían oro, y más de uno vino a buscarlo", lamenta Euclides.

No obstante, gracias a las labores de conservación realizadas periódicamente por los trabajadores del museo de Sandino, se ha logrado preservar el lugar para que las personas puedan seguir honrando la memoria de sus seres queridos.

Solo eso, porque el último entierro tuvo lugar hace cerca de medio siglo.

El cierre del cementerio, cuando la Revolución empezaba a cambiar la existencia de los habitantes del Cabo, fue todo un símbolo. A partir de entonces, la península de Guanahacabibes, Parque Nacional y Reserva de la Biosfera, es sitio de culto a la vida.

Mario Borrego, cuya historia recoge uno de tantos episodios oscuros en el pasado de esta tierra remota, ha tenido la suerte de una larga existencia para poderlo apreciar.

"Nadie más se nos ha muerto por falta de médico, dice. Ahora, si hay un enfermo, una ambulancia viene desde Sandino a recogerlo; pero antes, cuando no estaba la carretera, se llamaba a la base de San Julián y mandaban un helicóptero. Yo lo vi varias veces, con estos ojos que un día se tragará la tierra".

 

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